La psicoterapia como tarea hermenéutica
Palabras clave
Constructivismo, Enfoque interpersonal, Enfoque intersubjetivo, Hermeneutica, Interpretyacion, Posmodernismo, Psicoanalisis contemporaneo, Vinculo y dialogo psicoterapeutico.
La
conversación deja siempre huella en nosotros. Lo que hace que algo sea
una conversación no es el hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino
que hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos encontrado aún en
nuestra experiencia del mundo. La conversación posee una fuerza
transformadora. Cuando se logra, nos queda algo, y algo queda en
nosotros que nos transforma. Sólo en la conversación (y en la risa
común, que es como un consenso desbordante sin palabras) puede crearse
ese género de comunidad en la que cada cual es él mismo para el otro
porque ambos encuentran al otro y se encuentran a sí mismos en el otro.
H.G. Gadamer, 1971
Cuando
el paciente siente que sus motivos, tal como han tomado sentido para
él, son comprendidos a fondo por el terapeuta, entonces es el mismo
paciente quien puede espontáneamente ampliar su perspectiva y considerar
alternativas previamente descartadas o nunca tenidas en cuenta.
Lichtenberg y otros, 2002.
El
presente trabajo parte de una mirada al psicoanálisis del cambio de
milenio y pretende una reivindicación de la hermenéutica más allá de la
mera fuente de inspiración en el plano teórico. El psicoanálisis
contemporáneo, de inspiración constructivista, hermenéutica e
intersubjetiva, presenta la cura por la palabra como un desarrollo
terapéutico que tiene lugar en encuentros que transcurren como una
conversación. Y pese a ello, la hermenéutica gadameriana, que deviene
arte de dialogar, de salir de la posición propia para alcanzar la del
otro, ha sido sorprendentemente poco explotada a la hora de buscar
herramientas concretas de trabajo en la técnica. A partir de esta
reflexión, se desarrolla una propuesta de trabajo en la construcción de
un diálogo no siempre sencillo de conseguir y se ilustra este proceso
con la presentación de una historia clínica.
Introducción y consideraciones teóricas
El
psicoanálisis, superado ya el siglo de existencia, vive en el cambio de
milenio un momento excitante. Desdeñado durante décadas, calificado
tantas veces de pseudociencia por las ciencias naturales,
tradicionalmente ignorado por las ciencias humanas, ajeno casi siempre
al interés de la opinión pública, el pensamiento psicoanalítico
contemporáneo encuentra hoy el asombroso respaldo de una avalancha de
investigaciones psicológicas y neurobiológicas (la mayoría de las cuales
son llevadas a cabo por investigadores con poco o ningún interés en el
psicoanálisis) que muestran que Freud estaba en lo cierto en los
aspectos centrales de su teoría (Westen, 1999). Y al mismo tiempo, al
igual que desde fuera es observado con una mirada más benévola de la
acostumbrada, está experimentando dentro una interesante convulsión
investigadora en la que se intenta dar respuesta a las preguntas
relativas a la complejidad del psiquismo y a los procesamientos
inconscientes, y en la que se buscan insistentemente los mecanismos que
operan y que hacen posible el cambio psíquico perseguido en la
psicoterapia (Bleichmar, 2001).
En este
sentido, en lo que se refiere a los aspectos relativos a la terapéutica,
la teoría de la técnica ha sido una de las vertientes que más se ha
enriquecido gracias a la investigación procedente de múltiples y muy
diversos ámbitos científicos. La psicología del desarrollo, la ciencia
cognitiva, las corrientes interpersonales y relacionales, el
intersubjetivismo, han contribuido de un modo decisivo en las dos
últimas décadas al desarrollo del estudio de la psicoterapia y de los
elementos implicados en la cura.
El
psicoanálisis parece salir de su no tan espléndido aislamiento y ha
encontrado por el costado de las ciencias empíricas el modo no sólo de
expandirse y reivindicarse, sino también de progresar gracias a la
absorción e incorporación de conocimientos desarrollados actualmente en
territorios pertenecientes a otras disciplinas (Fonagy, 2003).
Más aún.
Lejos está de ser infrecuente que actualmente, en su intento de avanzar y
hallar solución a sus interrogantes, la mirada de los psicoanalistas se
dirija más hacia la investigación desplegada en las neurociencias que a
la que podría denominarse como teoría propiamente psicoanalítica. Así,
autores como Mitchell han llegado a cuestionar la necesidad de un modelo
psicoanalítico del desarrollo, mientras que, por ejemplo, Lyons-Ruth
insiste en cómo las nuevas observaciones sobre desarrollo y organización
de la mente, el cerebro y la conducta, han sobrepasado el ritmo de
cambio de la teoría psicoanalítica, socavando aún más la credibilidad de
los viejos modelos evolutivos. Es el desarrollo procedente del
refinamiento de la investigación tanto comportamental como
neurocientífica el que está permitiendo avanzar en la reformulación de
una metateoría psicoanalítica que habría de buscar además la coherencia
con las actuales perspectivas, más intersubjetivas, relacionales y
socio-constructivistas, del cambio perseguido en psicoterapia (Mitchell, 1988; Lyons-Ruth, 1999).
Ciertamente,
muchos de los planteamientos terapéuticos ya apuntados por Winnicott
desde la década de los cincuenta (ver, por ejemplo, su memorable y
delicioso decálogo de 1954 relativo al marco dentro del cual se
desarrolla el trabajo psicoterapéutico), y de los que son en cierto modo
herederos autores como Kohut y, desde luego, los intersubjetivistas,
relacionalistas e interpersonalistas, han encontrado un sólido respaldo
en conceptos tales como el de “memoria procedimental” (Clyman, 1991)
“inconsciente procedimental no dinámico” (Lyons-Ruth 1999) u otros
procedentes de ciencias que podríamos denominar “duras”.
La
psicoterapia psicoanalítica busca, al menos desde finales del pasado
siglo, una mayor especificidad en sus intervenciones e,
indiscutiblemente, viene marcada en las últimas décadas por una visión
eminentemente interactiva del proceso analítico, con la consecuente
revisión crítica de conceptos tales como neutralidad, abstinencia y
anonimato (Bleichmar, 1997; Mitchell, 1997). Un nuevo paradigma, el
intersubjetivo, parece afianzarse en el panorama psicoanalítico
contemporáneo con el apoyo abrumador de las ciencias naturales y la
influencia e inspiración del pensamiento filosófico propio de la
posmodernidad.
El
estallido de la II Guerra Mundial, al que sigue de inmediato la muerte
de Freud en Londres, preludia el derrumbamiento de la racionalidad
moderna que el propio psicoanálisis contribuyó a minar con sus
revolucionarios descubrimientos. La posguerra traerá consigo el
paradigma epistemológico posmoderno, de la mano de las ciencias
naturales (especialmente la física y la biología), cuya crisis se
extenderá a las ciencias sociales con el desarrollo de la teoría del
conocimiento y del lenguaje en los sistemas filosóficos y sociales, en
las teorías económicas y políticas.
El principio de incertidumbre de Heisenberg pondrá en cuestión la objetividad siquiera como posibilidad, y la determinación de la verdad pasará ya por un acuerdo intersubjetivo (Overbye, 2000). La realidad
habrá de ser construida socialmente y la sociología del conocimiento
deberá analizar los procesos por los cuales esto se produce (Berger y
Luckman, 1967). Y la interpretación, ya no tanto en un sentido freudiano
clásico, sino como propuesta hermenéutica, gadameriana, cobrará nueva
fuerza (Jáuregui, 2002). Tal y como plantea Levenson, nada puede ser
entendido fuera de su tiempo y lugar, de sus conexiones relacionales. Es
una falacia epistemológica pensar que podemos quedarnos fuera de lo que
observamos u observar sin distorsión lo que es ajeno a nuestra
experiencia (Levenson, 1972). No es posible la comprensión si no es a
través de la fusión de horizontes, plantea con elocuencia Gadamer, del
mismo modo que no hay interpretación que no haya de someterse a la
situación hermenéutica a la que pertenece (Gadamer, 1960, págs. 377 y
477; Stern, D. B., 2003).
La
hermenéutica, situada ya por Heidegger en el centro de la filosofía,
desarrollada por Gadamer en los dos volúmenes de su monumental obra
“Verdad y método”, se presenta como versión paradigmática del
pensamiento propio de las ciencias del espíritu en la posmodernidad.
Tal
y como plantea Althusser, Freud, como todo inventor, se vio obligado a
pensar su descubrimiento con los conceptos teóricos existentes, es
decir, constituidos para otros fines. Conceptos tomados de la biología,
la física o la psicología clásica. Toda producción científica nueva
empieza siempre en alguna parte, en un cierto universo de conceptos y
palabras existentes. Es en función de los conceptos y de los términos
posibles, como toda teoría nueva, incluso revolucionaria, ha de
encontrar cómo pensar y expresar su novedad radical. Incluso para
pensarla contra el contenido del antiguo universo de pensamiento, toda
teoría nueva está condenada a pensar su nuevo contenido en ciertas
formas del universo teórico existente, que dicha teoría terminará por
conmover (Althusser, 1977 y 1985). Así, Freud, como otros “niños no
esperados” del siglo XIX, en su profunda soledad teórica, no puede
prescindir del anhelo positivista de hacer del psicoanálisis una ciencia
natural.
Pero
los métodos de la ciencia natural no captan todo lo que vale la pena
saber, ni siquiera lo que más vale la pena: los últimos fines, que deben
orientar todo dominio de los recursos de la naturaleza y del hombre.
Tal vez sea por eso mismo que se espera más de las ciencias del espíritu
que de las ciencias naturales, visto que el creciente dominio de la
naturaleza, como producto de la ciencia, acrecienta el malestar en la
cultura en lugar de reducirlo (Gadamer, 1953, pág. 43).
De
acuerdo con ello, de un modo que se diría inevitable, el psicoanálisis
contemporáneo, de inspiración constructivista, hermenéutica,
intersubjetiva, se afirma más cercano a las ciencias del espíritu, desde
una perspectiva que va más allá de la tradición del psicoanálisis, de
su determinismo intrapsíquico y biológico; que intenta superar la
antigua dicotomía sujeto/objeto con una propuesta metodológica y
epistemológica amplia que llama a una revisión radical de muchos de los
aspectos del pensamiento psicoanalítico que podría denominarse ortodoxo.
Gadamer
alude a Lacan y a Ricoeur (dos enemigos irreconciliables que coinciden
en este punto de encuentro) al proponer que la cura por la palabra es
una labor hermenéutica, siendo la hermenéutica una búsqueda de la verdad
a través de la dialéctica en un sentido platónico: arte de dialogar, de
saber llevar la conversación (Gadamer, 1977, pág. 116).
Tal
asimilación supone toda una declaración acerca de lo que una y otra,
psicoterapia y hermenéutica son, y de los derroteros por los que han
discurrido y discurren pensamiento filosófico y pensamiento
psicoanalítico durante el siglo XX.
Gadamer
incide repetidamente en el hecho de que “el camino a la verdad es la
conversación” (Gadamer, 1971, pág. 206). Ahora bien, la
conversación no es posible si uno de los interlocutores cree
absolutamente en una tesis superior a las otras, si afirma que posee un
saber previo sobre los prejuicios que atenazan al otro. El consenso
dialogal es imposible en principio si uno de los interlocutores no se
libera realmente para la conversación (Gadamer, 1977, págs. 117-118). De
este modo, se declaraba incompatible con la conversación un cierto
psicoanálisis positivista en el cual el clínico no asume una función de
verdadero interlocutor, sino de “experto que intenta abrir, frente a la
resistencia del paciente, las zonas censuradas del inconsciente”
(Gadamer, 1971, pág. 209).
La
hermenéutica deviene arte de dialogar, de salir de la posición propia
para alcanzar la del otro, generándose un cambio, una transformación en
ambas perspectivas, fundiéndolas. Un planteamiento que se da la mano con
la idea, propia del enfoque interpersonal, de que el psicoanalista
ideal ya no ha de ser un observador neutral sino un colaborador del
paciente comprometido en una continua negociación respecto a la verdad y
a la realidad, siendo la conversación con otra persona el único camino
de escapar de lo preconcebido (Fonagy, 2001, pág. 135).
Siguiendo
a Gadamer, “experimentar al tú realmente como un tú, esto es, no pasar
por alto su pretensión y dejarse hablar por él” requiere del
interlocutor estar abierto. El que se hace decir algo está
fundamentalmente abierto, y si no existe esa apertura tampoco hay
verdadero vínculo humano (Gadamer, 1960, pág. 438). Lo cual es
coincidente con lo apuntado por el propio Freud en 1926 al definir la
tarea del analista: “El analista no hace más que entablar un diálogo con
el paciente. No usa instrumento, ni siquiera para reconocer ni recetar
medicamento alguno, e incluso, si las circunstancias lo permiten, deja
al paciente dentro de su círculo y medio familiares mientras dura el
tratamiento, sin que ello sea, desde luego, condición precisa ni tampoco
práctica en todos los casos. El analista recibe al paciente a una hora
determinada, le deja hablar, le escucha, le habla a su vez y le deja
escucharle” (Freud, 1926, pág. 2913-4).
En su Política,
Aristóteles definió al hombre como el ser dotado de lenguaje, y el
lenguaje se da sólo en el diálogo (Gadamer, 1971, pág. 203). Es en el
encuentro conversacional donde se hace accesible la verdad. Y es en ese
espacio existente entre los interlocutores en donde se hace realidad la
psicoterapia. Al igual que Hanna Arendt situaba el origen de la política
no en las personas, sino entre las personas, así Winnicott
proponía en 1951 como uno de sus conceptos fuertes una zona intermedia
de experiencia, en la que transcurre una gran parte de la vida del ser
humano, a la que contribuyen la realidad interior y la vida exterior. Esta
zona intermedia, al igual que el diálogo, es eminentemente humana, e
invoca poderosamente a ese espacio que emerge en la relación entre las personas, entre los mundos subjetivos de analista y analizado, entre el
niño y sus cuidadores. Del mismo modo que la pretensión de corrección
de la interpretación no puede dejar de vincularse a la situación
hermenéutica a la que aquella es inherente , así los fenómenos
psicológicos no pueden entenderse fuera del contexto intersubjetivo en
el que se producen (Gadamer, 1960, pág. 477; Atwood y Stolorow, 1984).
Apoyándose
entre otros en Wittgenstein, Cavell afirma que de la intersubjetividad
surge la subjetividad, y según la afirmación de Mitchell, es en la
relación humana donde se logra alcanzar la individualidad, lo que hace
que la experiencia personal sea única y llena de sentido (citado en
Fonagy, 2001, pág. 135). El psicoanálisis nació como una simple
conversación y, desde luego, en las dos últimas décadas se propone,
quizás más que nunca, de ese modo (Lichtenberg y otros, 2002).
No
resulta en absoluto extraño que el psicoanálisis contemporáneo,
interpersonal, relacional, intersubjetivo, tan influido por las tesis de
la filosofía hermenéutica gadameriana en lo teórico, haya buscado
después, en la técnica, un modo de operar estructurado como una
conversación (Ortiz Chinchilla, 2003; Bleichmar, 2001).
Sin
embargo, si bien el psicoanálisis de la segunda mitad del siglo XX y de
los albores del siglo XXI se acerca a las ciencias humanas y se pretende
más psicológico en su más global presentación; si ha buscado
el respaldo de los hermeneutas para explicar sus avances hacia un nuevo
paradigma; si ha pretendido el aval de toda una corriente filosófica
postestructuralista para presentar la cura por la palabra como un
desarrollo terapéutico que tiene lugar en encuentros que transcurren
como una conversación; si todo esto es así, lo cierto es que la
hermenéutica ha sido después sorprendentemente poco explotada a la hora
de buscar herramientas concretas de trabajo en la técnica (Stern, D. B.,
1991).
Los
psicoanalistas contemporáneos, audaces para poner en tela de juicio
conceptos durante mucho tiempo incontrovertibles, han hecho gala de la
prudencia necesaria como para presentarse acompañados de mucha y muy
variada evidencia experimental. Aquella concepción que denigraba al
psicoanálisis cuando se convertía en “burda conversación” ha dado paso a
un explícito deseo de que la labor terapéutica tome la forma de un
diálogo en el que la experiencia relacional, más allá incluso de lo
dicho, más allá de la interpretación, tome especial relevancia
(Lyons-Ruth, 1999; Stern y otros, 1998).
Y
todo ello hace que resulte aún más extraña la facilidad con la que el
tan citado Gadamer se deja a un lado a la hora de construir los
rudimentos técnicos para un diálogo colaborativo, para una conversación
terapéutica, para un preguntar que permita la apertura y el acceso a la
problemática que aqueja al paciente.
El
corpus de investigación empírica, neurocientífica, procedente de la
psicología del desarrollo, se hace irrenunciable para evitar el
aislamiento y no constituir una ciencia en el vacío, para acumular
evidencias que permitan acceder a un estatus de sólida credibilidad.
Pero ello no debería hacerse en detrimento del campo de las ciencias del
espíritu, del trabajo de los humanistas que no sólo han contribuido a
hacer posible una cierta epistemología, sino que, también, han elaborado
un trabajo minucioso y de apabullante profundidad y que puede ser
asumido como una fuente de inspiración para el trabajo técnico en la
clínica cotidiana. Que puede ser una fuente nada despreciable de
elementos para una reflexión de la terapéutica.
Vínculo, diálogo y vínculo a través del diálogo en psicoterapia
En
1954, Winnicott, con una mezcla de ironía, humor y tal vez amargura,
decía que “sería agradable poder aceptar en análisis solamente a
aquellos pacientes cuyas madres, al comienzo y durante los primeros
meses de vida , hubiesen sido capaces de aportar condiciones
suficientemente buenas. Pero esta era del psicoanálisis se está
acercando irremisiblemente a su fin”.
Y, del mismo
modo, parece haber concluido la época en la que el paciente joven,
atractivo, inteligente, verbal y exitoso era nuestro habitual visitante
en consultas en las que la que el flujo de la palabra era indiscutible,
en la que se aludía con naturalidad a la resistencia cuando la
asociación libre se detenía. El diálogo tenía lugar entonces, el
paciente hablaba y el analista interpretaba.
Nos
encontramos hoy, sin embargo, cotidianamente, ante múltiples
estructuras de personalidad, ante diferentes condiciones
psicopatológicas resultado de la articulación de múltiples procesos
(Bleichmar, 1997) y que, en el capitalismo de ficción, en la sociedad
del personismo, que ha virado desde las convicciones
ideológicas y los densos y profundos discursos hacia la veloz y
superficial cultura del consumo, tienden a presentarse con una
importante dificultad para el desarrollo de una narración y para entrar
en diálogo (Verdú, 2003 y 2005).
Tomo del texto de Gadamer titulado “La incapacidad para el diálogo” las siguientes líneas:
El problema
que aquí se plantea salta a la vista, y también el hecho en que se
funda. ¿Está desapareciendo el arte de la conversación? ¿No observamos
en la vida social de nuestro tiempo una creciente monologización de la
conducta humana? ¿Es un fenómeno general de nuestra civilización que se
relaciona con el modo de pensar científico técnico de la misma? ¿O son
ciertas experiencias de autoenajenación y soledad del mundo moderno las
que cierran la boca a los más jóvenes? ¿O es un decidido rechazo de toda
voluntad de consenso y la rebelión contra el falso consenso reinante en
la vida pública lo que otros llaman incapacidad para el diálogo? Tales
son las preguntas que se agolpan al abordar este tema (Gadamer, 1971,
pág. 203).
El
posmodernismo se presenta ante nuestros ojos marcado por ciertas señas
de identidad, y los pacientes que consultan hoy a psicólogos,
psiquiatras y psicoanalistas expresan en los caracteres de su
sufrimiento psíquico muchos de los rasgos culturales propios del mundo
contemporáneo (Galende, 1997, pág. 265). El trabajo del análisis,
caracterizado originariamente por un paciente que verbalizaba sus
emociones y asociaba libremente en torno a la angustia y los conflictos
demandaba a un analista que tratase de vencer las resistencias opuestas
al avance de ese trabajo de elaboración. Pero si el analista no tiene la
vivencia de ese compromiso ni de un trabajo psíquico propio de la
representación y la elaboración, no se instituye el proceso de análisis,
y la asociación libre y la atención flotante pueden permanecer en la
sola divagación (Galende, 1997, pág. 277). O ni tan siquiera tener
lugar.
Ante
pacientes con una emocionalidad tumultuosa, con intensos amores u odios
en la transferencia, Freud acuñó el ideal del analista neutro
(Bleichmar, 1997, pág. 131). Pero, ¿cómo intervenir frente a estos
pacientes que no dan muestra de desplegar transferencia, ni positiva ni
negativa, y cuyo rasgo principal parece ser el apego a una palabra vacía
de contenidos afectivos y emocionales? (Galende, 1997, pág. 285).
A cada tipo
de paciente, en función de sus particulares necesidades de apego y
formas de relación corresponde una determinada modulación afectiva por
parte del terapeuta (Fosshage, 2003; Bleichmar, 1997, pág. 131). Y el
problema que se plantea con los muchos pacientes que demandan ayuda pero
no estrictamente un abordaje analítico, en los que la transferencia es
resistida o simplemente no se produce, que ponen sobre la mesa un
malestar sin conexión con la palabra o la propia historia, que responden
con desoladora brevedad a las preguntas que el clínico efectúa, que
hacen que el tiempo de la sesión sea interminable -pues no hay nada que
narrar- e insuficiente -pues no llega el momento en que la narración
comience-, que se escurren enojosamente cuando el terapeuta pretende
entrar en diálogo... El problema para todos esos pacientes, frecuentes
hasta lo insólito en la sociedad contemporánea, es que el
establecimiento de la relación a través de la palabra que supone la
condición de posibilidad de toda psicoterapia se presenta ya como un
primer escollo difícil de salvar.
Peter Fonagy plantea que “la
psicoterapia, cualquiera que sea su forma, trata de la reactivación de
la mentalización.” “Tanto si miramos al protocolo de terapia dialéctica
de comportamiento de Marcia Linehan, a las recomendaciones de John
Clarkin y Otto Kernberg para la psicoterapia psicoanalítica, o a la
terapia cognitivo-analítica de Anthony Ryle, todos: (1) intentan
establecer una relación de apego con el paciente; (2) intentan
utilizarla para crear un contexto interpersonal donde la comprensión de
los estados mentales se convierta en un foco; (3) intentan
(principalmente de forma implícita) recrear una situación donde se
reconoce al self como intencional y real para el terapeuta de
modo que este reconocimiento sea claramente percibido por el paciente”
(Fonagy, 2000).
La
cuestión es cómo cumplir con ese primer prerrequisito, cómo intentar
establecer una relación de apego que permita crear un contexto
interpersonal donde la comprensión de los estados mentales se convierta
en un foco cuando dista mucho de ser evidente la posibilidad de
establecer una conversación (no un interrogatorio) que pueda llamarse
así.
Una relación de apego es una relación en la que se pretende y se hace posible un acceso a lo íntimo, y la intimidad, más que presentarse como una condición del lenguaje, aparece como un efecto
suyo. Pero un efecto tan necesario que su falta es suficiente para que
el lenguaje deje de ser una lengua efectivamente hablada por seres
humanos. Porque ese doblez del lenguaje que es la intimidad es lo único
que hace que hablar con otros merezca la pena (Pardo, 1996, pág. 53).
Stern
sostiene que la capacidad para establecer relaciones íntimas tiene su
núcleo en los significados compartidos establecidos en el juego del bebé
con los padres, algo que tendría mucho que ver con ese saludable ritmo
del diálogo de arrullos que se establece entre madre y bebé al que Ogden
hace referencia (Stern, 1985; Ogden, 1989, pág. 50). Los estilos
conversacionales de los adultos, fundamentalmente en la forma de hablar,
más que en el contenido, parecen tener sus orígenes en las precoces
interacciones madre-bebé. Los conceptos de “mundo representacional” o de
“modelo-de-estar-con”, desarrollados a partir de la perspectiva
subjetiva del bebé en la interacción con el cuidador, vienen a
corroborar y ampliar la idea original propuesta por Edith Jacobson en
los años cincuenta de que las representaciones mentales de las
relaciones del self y el objeto son determinantes para la conducta interpersonal (Stern, 1995; Fonagy, 2001, pág. 173).
La
sinergia generada por la psicología del desarrollo y el psicoanálisis
ha dado lugar a un intercambio disciplinar de formidable relevancia
(Beebe y Lachmann, 2003). Si conviene no dejar de tener presente la
relación terapeuta-paciente al estudiar las interacciones entre el niño y
su entorno, si hemos de pensar siempre en las condiciones de
constitución del psiquismo como elementos de enorme valor orientativo de
cara a pensar en las fuerzas que en la terapia pueden contribuir a su
reestructuración, si el cuidado materno suficientemente bueno tiene una
gran significación para el psicoanalista y el estudio de la relación
transferencial puede proporcionar una visión clara de lo que sucede en
la infancia, si la terapia ha de ser esa segunda oportunidad de la que
Winnicott hablaba, no cabe duda entonces de que la interacción con el
paciente, el vínculo con él, la posibilidad de dialogar con él se
constituyen en elementos clave para el trabajo terapéutico (Bleichmar,
1997, pág. 117; Winnicott, 1960)
Pero,
¿cómo establecer una relación de apego en el encuentro terapéutico si
no es a través del propio lenguaje? ¿Cuál habrá de ser el vehículo de
comunicación, de relación, de aproximación entre dos seres humanos,
paciente y terapeuta, sino la palabra misma? ¿Cómo “jugar”, cómo crear
en la sesión psicoterapéutica un espacio potencial que permita un
verdadero diálogo psicoanalítico y transformador? (Ogden, 1986). Porque
si el psicoanálisis empezó como una simple conversación, ¿cómo empezar
con el paciente esa conversación que haga posible el análisis?
(Lichtenberg y otros, 2002).
Con su habitual agudeza, Winnicott hace referencia a la etimología del término “infante” (infans
es “el que no habla”) para enfatizar que no sería inútil pensar en la
infancia como la fase anterior a la aparición de la palabra y al empleo
de símbolos verbales. Durante un tiempo, la madre suficientemente buena,
en un ejercicio empático, comprende las necesidades del bebé de un modo
casi mágico, sin que éste emita señales que la orienten en un
determinado sentido (Winnicott, 1960, pág. 51). ¿Cuál sería entonces el
papel del terapeuta suficientemente bueno en el encuentro con el
paciente que dice o poco o nada de su malestar, que mira expectante a su
interlocutor en espera de que sea éste quien diga o haga algo?
El infante sin lenguaje en la interacción con la madre,
en el proceso de cuidado, acompañando a dicho proceso y formando parte
de él, es bañado con palabras que lo calman, lo tranquilizan, lo nutren y
lo sostienen; que le permiten, gracias fundamentalmente a todos los
elementos prosódicos y musicales del lenguaje, acceder a un mundo
habitable (1).
Y algo similar ha de producirse con muchos de nuestros pacientes, toda
vez que el lenguaje en la psicoterapia, con su capacidad para dar forma
al material consciente e inconsciente del paciente, puede concebirse
como comparable al espacio transicional winnicottiano (Favero y Ross,
2003).
Tal y como
es planteado por Winnicott, el sostén que el bebé necesita en el estado
real inicial de la relación madre-niño supone una provisión ambiental
que pasa por la satisfacción de sus necesidades fisiológicas, y la
fisiología y la psicología no son aún distintas en ese momento o están
en proceso de diferenciación. La posibilidad que el niño tiene de
encontrar una madre confiable en la satisfacción de sus necesidades
presupone la presencia de una madre empática, que proporciona un sostén
que protege de la agresión fisiológica; que toma en cuenta
la sensibilidad dérmica del infante –el tacto, la temperatura, la
sensibilidad auditiva, la sensibilidad visual, la sensibilidad a la
acción de la gravedad; incluye la totalidad de la rutina del cuidado a
lo largo del día y la noche, que no es la misma para dos infantes
cualesquiera, porque forma parte del infante y no hay dos infantes
iguales; sigue los más minúsculos cambios cotidianos, tanto físicos como
psicológicos, propios del crecimiento y desarrollo del infante
(Winnicott, 1960, págs. 62-63).
En el
encuentro psicoterapéutico, aun cuando todos y cada uno de los elementos
del encuadre son fundamentales y proporcionan una rutina de cuidado
implícito que evocan claramente el proceso de cuidado proporcionado por
la madre en la interacción con el niño, el lenguaje y el diálogo son el
medio básico y fundamental de comunicación, intercambio y cuidado. Son
las palabras, con todos sus pliegues, arrugas y dobleces, con sus
vertientes denotativa y connotativa, con su musicalidad y su simbolismo,
las que nos permiten esencialmente establecer una relación y
desarrollar una actuación que lleve a un cambio y a la cura.
Paciente y
terapeuta han de aprender a hablarse y escucharse, y el terapeuta debe
intentar ser capaz de escuchar el sonido, y sentir “la música de lo que
está sucediendo” en el tratamiento (Ogden, 1999). El diálogo aporta una
estructura sobre la que descansa en gran medida todo aquello que de
relacional hay en la psicoterapia, y si en ese sentido el medio es el
mensaje, es la conversación el medio que transporta el mensaje de las
palabras (Lyons-Ruth, 1999).
En ciertos
momentos, con algunos pacientes, la posibilidad de establecer una cierta
relación de intimidad, una alianza terapéutica sólida, de llegar a ser
una figura confiable para el paciente, es lo que prepara el camino y
hace posible la interpretación útil y transformadora que se constituye
en el principio activo fundamental de la cura. En otros momentos, con
otros pacientes, lo realmente esencial es la posibilidad de que el
paciente viva el encuentro mágico e íntimo –y probablemente inédito
hasta ese momento en su vida- con esa figura confiable con la que se
descubre un nuevo “modo de estar con”, un nuevo tipo de relación que es
en sí lo curativo. Entonces, el afecto inherente a la relación
transferencial positiva se hallaría en el corazón de la acción
terapéutica (Andrade, 2005).
En
cualquiera de los casos, la palabra, la voz, es siempre en el terreno de
la psicoterapia el elemento clave de la comunicación, aquello que no
puede dejar de estar, aquello que, aun en el caso de no tener poder para
curar, incluso en el caso de no poder ser escuchada por el paciente en
un sentido profundo, ha de acompañar el proceso terapéutico del mismo
modo que lo ha de acompañar el aire que se respira en el interior de la
consulta, como condición necesaria aunque tal vez no suficiente. No
puede faltar, debe ser respirable y no enrarecedora, no ha de alterar o
dificultar el encuentro, o resultar llamativa su ausencia o su exceso,
ni su deficiencia en cantidad o calidad. Debe acompañar de un modo
inevitable todo movimiento en el vínculo, de tal forma que, si no fuese
suyo el protagonismo en lo denotativo, no interfiera en el mensaje
connotativo y relacional que sobre ella descansa. Asentir, acompañar,
animar, transmitir comprensión o consuelo, invitar a proseguir en una u
otra dirección, expresar sorpresa, extrañeza, curiosidad o
disconformidad; todo ello se materializa prácticamente siempre a través
de una voz, en forma de un sonido más o menos articulado que se emite y modula
desde el aparato fonador del terapeuta que, aun cuando no pretenda que
el paciente escuche la palabra exacta, la interpretación brillante, sí
desea emitir la expresión verbal acorde con la situación y con la
escucha y la lectura que está haciendo de la experiencia de su
interlocutor; no disonante o extemporánea.
La
conciencia de que el lenguaje presenta un doblez (denotación explícita /
connotación implícita) es, probablemente, tan antigua como la
conciencia misma del lenguaje. Es casi imposible no notar que, además de
decir algo explícitamente, las palabras quieren decir algo más, algo
que pasan como de contrabando, que dicen (o intentan decir) sin decirlo
explícitamente pero albergándolo en su interior. Además de una vida
pública (denotativa), las palabras tienen su vida íntima (connotativa),
que se hace realidad cuando aquellas son dichas (Pardo, 1996, págs.
56-57). Las palabras, su ir y venir, y también la música que las
acompaña, la entonación, el volumen, el ritmo, sostienen el encuentro
terapéutico. En ellas está su carta de naturaleza, y en ellas y a través
de ellas se hace posible un cierto modo de relación, una serie de
intercambios, que modifican la forma de funcionar del paciente.
La
conversación, de un modo similar a lo que es la tarea en los grupos
operativos, es un punto de partida, una excusa, y también la esencia de
la que está hecho el tratamiento, que lo impregna, lo estructura y lo
hace posible. Sin ella, los restantes elementos del encuadre pierden por
completo su sentido. Pues no hay sentido en que terapeuta y paciente se
citen en un cierto lugar, a una cierta hora, bajo unas ciertas normas
de trabajo si no es para hablar, para dialogar, para establecer una
conversación que nos conducirá a alguna parte.
El papel
del terapeuta consiste en actuar como un arquitecto del diálogo, en
abrir un espacio para la conversación desde la curiosidad y el genuino
interés por la realidad y la narración del paciente (Rodríguez Vega,
2001). Esta propuesta relacional marcada por la autenticidad tiene un
gran potencial de cara a generar aquellos cambios en la memoria
implícita que están en la base de los cambios terapéuticos duraderos
(Stern y otros, 1998). Es la que hace posible el desarrollo de la
capacidad narrativa y la función reflexiva en el paciente, de la
reactivación los procesos de mentalización y la transmisión de un
“espíritu de investigación” acerca de sí (Holmes, 1997; Fonagy, 2000;
Lichtenberg y otros, 2002) (2).
Terapeuta y paciente se esfuerzan juntos por explorar, comprender y
comunicarse, de tal forma que crean un cierto “espíritu de interacción”
que constituye la piedra angular de la relación terapéutica y que
posibilita y ha de armonizarse con el “espíritu de investigación”
(Fosshage, 2004).
Ahora bien,
esa labor arquitectónica, ese desarrollo de la dialéctica tal y como la
concibe Gadamer, como “arte de saber llevar la conversación”, esa
posibilidad de generar diálogo está lejos de resultar sencilla cuando el
interlocutor es renuente a abrirse al intercambio fluido en el
lenguaje, y espera con obstinada pasividad a que el terapeuta opere como
un cirujano ante un enfermo con el que el anestesista ya ha cumplido su
función. Es entonces cuando se requiere un arte de hacer posible que el
diálogo envuelva a los interlocutores y haga emerger esa primera
comunión ya irrompible entre ellos (Gadamer, 1971, pág. 204). Porque la
incapacidad para el diálogo es siempre, en última instancia, el
diagnóstico que hace alguien que no se presta al diálogo o no logra
entrar en diálogo con el otro. La incapacidad del otro es a la vez la
incapacidad de uno mismo (ibid).
Si Freud
solía recurrir a los casos extremos para explicarse la normalidad, pues
aquellos tenían un gran poder de amplificación y concreción, quizás sea
interesante –y muy pertinente desde un punto de vista clínico- acudir a
las reflexiones que Gadamer desarrolla en relación a la posibilidad de
construir una conversación con alguien que no habla nuestro idioma
(Freud, 1932, pág. 3132; Stern, D. B., 1991). Pues algo similar parece
ocurrirnos muchas veces con nuestros pacientes. En casos así, cuando
parece que los interlocutores sólo conocen algunas migajas del idioma
del otro pero se sienten apremiados a decirse algo el uno al otro, el
hecho de que se pueda alcanzar la comprensión y hasta el acuerdo puede
ser un símbolo de cómo, cuando parece faltar el lenguaje, puede haber
entendimiento mediante la paciencia, el tacto, la simpatía y la
tolerancia (Gadamer, 1971, pág. 210).
Una historia clínica
Una de
nuestras principales tareas como terapeutas es ayudar a los pacientes a
que cuenten sus historias y las hagan suyas (Busch, 2003). Ello tiene
como condición de posibilidad la construcción de un vínculo y el
establecimiento de un diálogo con el paciente, lo cual no es en muchas
ocasiones una tarea sencilla. Este ejemplo clínico, en el que presento a
un nada locuaz adolescente, sirve de pretexto para pensar en algunas de
las dificultades -y en algunos intentos de solución- en este trabajo
conversacional insoslayable en la consecución de una mejoría en la
capacidad narrativa del paciente.
La narración del derivante
Iván es un varón de 19 años que llega a mi consulta a través del psiquiatra que trata a su hermana, cinco años mayor.
Ella,
la hermana de mi paciente, es, por lo que me cuenta por teléfono su
terapeuta, una paciente muy grave, diagnosticada de trastorno de
personalidad borderline, muy problemática desde los 12 ó 13 años. Con
múltiples y desconcertantes síntomas somáticos a los que finalmente se
atribuye un origen psicógeno, ha sido atendida en los servicios de
oftalmología y traumatología, llegando a ser intervenida quirúrgicamente
en dos ocasiones de una rodilla. Durante años presenta una muy
preocupante alteración del comportamiento alimentario, un inquietante
consumo de tóxicos… Clínicamente está estable en la actualidad, y el
derivante sugiere que es este momento de tranquilidad familiar el que
permite que Iván encuentre un espacio para hacer oír su queja.
El relato telefónico de la madre
Fijar
una cita supone ya una primera conversación telefónica con la madre del
paciente. Ésta, simpática, habladora, tolerablemente invasiva, aparece
encantada con la posibilidad de hablar un momento conmigo, expresarme su
preocupación por su hijo, dejarme clara su disponibilidad para
cualquier cosa y manifestar su esperanzada confianza en mi trabajo. Iván
es presentado ya como “un chico estupendo, pero que es incapaz de
centrarse en el trabajo, que es que no le echan porque su jefe es su
tío, que está muy cabreado siempre, que no se le puede decir nada porque
se pone que es que no hay forma, y que además bebe una barbaridad los
fines de semana, que a ella es que le preocupa mucho que luego coge el
coche…” Propone una primera entrevista en la que ella y su marido
acompañen al paciente, “y luego ya que sea él el que cuente sus cosas”,
“que ella no se quiere meter”. El encuentro con el paciente y el escenario familiar
En
nuestro primer encuentro, el paciente, flanqueado por sus padres,
permanece inicialmente silencioso y sumiso, mirando al suelo, y deja que
sean ellos quienes lleven la iniciativa de insistir en que “lo ven muy
descentrado, muy despistado”, y, como apunta su padre, “muy agresivo,
aunque su fondo sea fenomenal”.
Alto,
fuerte, seductor, Iván asiente al relato de sus padres, y despliega una
sonrisa enorme para admitir que todo ello es cierto, que también es
verdad que consume mucho alcohol los viernes y los sábados (por lo menos
diez whiskies con coca-cola cada noche), que no se le está dando bien
el trabajo en el taller de chapa a las órdenes del hermano de su madre,
que se enfada mucho y muy fácilmente… Y que no sabe por qué.
Los
padres dibujan un escenario familiar marcado por la enfermedad de la
hermana de Iván que, ausente en la reunión es sin embargo la más
presente, dado que a ella se le concede el papel protagonista en la
reciente historia de la familia y se coloca en ella el origen de un
drama que ha marcado a todos y en especial a mi paciente. La enfermedad
de esta chica ha originado lo que sus padres llaman “un
resquebrajamiento del núcleo familiar”. Durante años no ha existido otro
problema que el de ella y su enfermedad, dadas las situaciones que
constantemente les hacía vivir. Retratan a una adolescente en constante
“acting”, que arrolla a todos en su onda expansiva, que desborda por
completo a unos padres que penosamente sobrellevan lo sucedido
apoyándose en los psicofármacos, y que deja a Iván entre el desamparo y
la necesidad de convertirse en adulto a toda prisa.
El paciente
Sin
embargo, recogiendo datos sobre la historia del paciente, lo cierto es
que fue él quien primero precisó asistencia de índole psicológica, dado
que llegó a acudir a un centro psicopedagógico, al parecer poco antes de
que se iniciasen los problemas de su hermana. Tenía ocho años y
presentaba algunas dificultades en el colegio donde se distraía con
facilidad, era muy revoltoso y le costaba terminar las tareas. No era
infrecuente, además, que pegase a otros niños y les quitase sus cosas.
De una energía desbordante, muy inquieto, su pobre rendimiento académico
no era fácilmente explicable dado su potencial y se atribuyó a
dificultades de atención y concentración, enfatizándose el papel jugado
por una superprotección materna, que influía negativamente en su
sentimiento de autoeficacia. La lectura detenida del informe que traen
permite hacerse una idea de la prolongada pegazón que caracteriza a la
muy erotizada relación entre Iván y su madre. Se explicita que “los dos
son muy mimosos y cariñosos, y que además les gusta manifestar esta
conducta delante de los demás”. Se apunta dentro del apartado dedicado a
las pautas familiares que habría de aprovecharse la nueva habitación de
que dispondrá el paciente en ese momento para ir “poco a poco sacándolo
de la cama de su madre” aunque se aclara que “eso no significa que los
dos no puedan jugar un rato antes de que Iván se vaya a dormir”. En
cualquier caso, sí se insiste en que su padre “podrá irse a la cama
cuando tenga sueño”, y que “no tendrá que esperar a que Iván y su madre
hayan terminado sus juegos o a que Iván se haya quedado dormido”. El
padre, “con el que el paciente se lleva muy bien y al que le gusta
parecerse” está llamativamente ausente, se inhibe a la hora de
participar en los juegos y las actividades de Iván y elude la función
paterna de corte, separación, ley y orden.
El
universo simbólico y el escenario edípico en el que tiene lugar el
desarrollo del paciente y en el que se despliega todo su juego de
identificaciones está así constituido por una madre de fuerte presencia,
que sexualiza extraordinariamente el vínculo, que se funde con Iván en
una ensoñación en la que no hay espacio mental para un tercero paterno.
La madre no da entrada al padre, y éste parece actuar de un modo
complementario, renunciando a reclamar su lugar con firmeza y a
instaurar la ley. En la circulación del deseo, la madre no mira hacia el
padre sino a su propio hermano, hacia el que es conducido el paciente
en su filiación.
Durante
dos años el paciente acudió dos veces por semana a este centro
psicopedagógico y sus padres recibían algunas pautas a seguir. Es por
esta época cuando empiezan a despuntar los primeros problemas en su
hermana y, poco después, cuando se produce el estallido psicopatológico
que marca los siguientes años de la historia de la familia. A partir de
ese momento, la imagen de Iván queda oscurecida y acallada por el ruido
circundante.
El paciente en el momento actual
Con
19 años, el paciente aparece de un modo que coincide con la
presentación que de él se hace. Simpático, bondadoso, despistado,
perdido, deseoso de ser ayudado. Y con enormes dificultades para
expresarse con palabras.
Nació
y vive con su familia en uno de los barrios tradicionalmente
considerados, quizás hoy no tanto, marginales dentro del municipio de
Madrid. La ambivalencia marca la relación con sus padres
–procedentes ambos de Andalucía- y su hermana. Con esta última se siente
muy comprometido y la que cuida y protege como si fuese la pequeña.
Parece querer mucho a todos, y también estar harto de ellos, cansado de
los problemas de casa, de los que dice no querer saber ya nada al tiempo
que se implica y se preocupa enormemente. Por los problemas de su
hermana; por su madre, que ha tenido una reciente mastectomía por un
cáncer del que sigue en tratamiento; por su padre, que ha tenido
múltiples sinsabores profesionales; por una de sus tías, hermana del
padre, que vive sola tras enviudar en un pueblo de Galicia y que se
traslada con frecuencia a Madrid en busca de la compañía de la familia
del paciente, en cuya casa pasa largas temporadas. Pero no quiere que le
cuenten nada, dice. Ni contar él nada tampoco. Quiere que le dejen en
paz, y elude muchas veces los espacios comunes, las comidas, por
ejemplo, para evitar el contacto.
Trabaja
como chapista en el taller de su tío y se aprovecha con frecuencia de
su condición de sobrino favorito. Habla de este hermano de su madre como
de una importante figura de identificación, y expresa con una mezcla de
gusto y pesar lo mucho que se parecen. Ambos son explosivos hasta la
violencia, con profundo y sincero arrepentimiento posterior. Se siente
muy exigido tanto por él como por su madre, por las expectativas que en
él se han depositado y que siente que no está pudiendo satisfacer. “No
se le están dando tan bien las cosas como su tío se esperaba”. “Él
pensaba que le iba a poder hacer responsable del taller en poco tiempo y
está viendo ahora que no”. Tiene además muchos problemas relacionales
allí, y son frecuentes los encontronazos y las discusiones con los
compañeros y los encargados.
Es
excesivo en general, en el consumo de alcohol, y de cocaína y pastillas
como poco a poco me irá revelando. También en el gasto de dinero, que
se le va sin darse cuenta. A este respecto, me sorprenden en la primera
entrevista al revelarme que recibe una asignación semanal de sus padres a
pesar de que tiene un sueldo fijo, lo que cuestiono al tiempo que
propongo como un recomendable planteamiento de partida que habría de ser
él quién se hiciese cargo de mis honorarios; algo que él acepta de buen
grado.
Trabaja
mañana y tarde durante la semana. Llega a casa, cena y se acuesta
temprano. Duerme mucho. Así todos los días. Hasta el fin de semana,
cuando sale y bebe a morir con sus compañeros de fatigas, amigos del
barrio de siempre, en un funcionamiento que pasa por intoxicarse para
desconectarse y no pensar, en actuar, en experimentar corriendo riesgos
muchas veces, violando la ley o mostrándose agresivo gratuitamente. O,
en una vertiente más dulce, en explotar su lado caradura para acercarse a
las chicas, con las que tiene bastante éxito aunque elude sin tapujos
establecer una relación como tal. Me da la impresión muchas veces de
anhelar un espacio de juego en el que no existan los problemas y en el
que la expresión y la puesta en escena de sus pulsiones no tengan
consecuencias.
El vínculo, la narración, la conversación.
La
iniciativa personal del paciente por iniciar una psicoterapia es lo
primero que me asombra. En el caso de que hubiese sido su entorno el que
hubiese forzado una demanda de tratamiento, el paciente podría haberse
zafado con facilidad dada su habitual firmeza para eludir lo que no
quiere encarar. Antes al contrario, su motivación impresiona de propia, y
en ese mismo sentido apunta su compromiso y su constancia al cumplirse
el primer año y medio de tratamiento. No deja de resultarme llamativo
que un chico de sus características, con su gran dificultad para
pararse, más si es a pensar, demande una terapia privada y cumpla con el
encuadre con rigor. No falla casi nunca, avisa si va a faltar y paga
espontáneamente las apenas dos citas a las que no ha acudido sin
advertirlo con anterioridad. Acude puntual, pero, desde luego, espera
que sea yo quien hable, y se molesta enormemente si mi propuesta
conversacional va por donde a él no le gusta. “No quiero hablar de eso”,
se enfurruña, y su enojo y su nerviosismo crecen si permanezco en
silencio o si le cedo la iniciativa para que hablemos entonces de lo que
quiera él. En ocasiones me asalta la fantasía de que se levantará y se
irá. No recupera el sosiego si yo no cambio el tono y la dirección de
mis preguntas.
El
vínculo que ha establecido conmigo parece haberse construido con cierta
facilidad, sin excesivos roces ni crispación, me gustaría pensar que
porque ha podido percibir en mí una preocupación que es respuesta a su
malestar. Y una tolerancia a la enorme dificultad que tiene para, una
vez en mi consulta, hablar, poner en palabras sus sentimientos,
construir un relato, conversar conmigo.
Tal
y como plantea Holmes, la meta de la psicoterapia, tanto dinámica como
cognitiva, es lograr hacer más consciente la propia vida mental, y
propone como equivalente psicológico de la capacidad inmunológica a la
“capacidad narrativa”. Así, la ayuda psicológica, que él considera muy
relacionada con el apego seguro, dependería de una dialéctica entre
construir relatos y romper relatos, entre la capacidad de construir una
narrativa y descomponerla a la luz de una nueva experiencia. Habría de
poder explicarse una historia coherente y, al tiempo, permitir que la
historia pueda contarse de una manera diferente, quizás más curativa
(Holmes, 1997).
El acceso al sentimiento de un self
cohesivo supone asumir la paradoja de una sólida identidad biográfica
que se articula con el persistente flujo de la historia que nos contamos
a nosotros mismos y a los demás acerca de quiénes somos, fuimos y, sobre
todo, seremos. Una historia demasiado laxa nos deja sin objetivos y
desorientados, tendiendo a la disociación. Una historia demasiado fijada
nos deja inflexibles e incapaces de superar transiciones que son
inevitables. Y desde una perspectiva clínica, la historia del self
autobiográfico (tal y como el paciente se la cuenta a sí mismo a través
del monólogo-diálogo interno, y tal y como se la cuenta al analista
–que se la devuelve a su vez empáticamente-) debe estar abierta a la
reformulación para poder tener un resultado terapéutico (Lichtenberg y
otros, 2002).
En el caso de Iván, el problema reside en cómo desarrollar verdaderamente este proceso dialéctico.
Gadamer
alude a la dialéctica como el arte de saber llevar la conversación, y
resulta incuestionable en el caso de este paciente que conversar con él,
acceder a su relato, construir con él una narrativa alternativa, no es
en absoluto sencillo.
Pues
para que la palabra sea eficaz es necesario que se establezca una
peculiar relación entre el que habla y el que oye: éste debe haber hecho
a aquél una suerte de presentación de su alma, y oírle ya como atado a
él por el vínculo de la atención (Laín Entralgo, 1958, pág. 227).
En
el diálogo verdadero, propone Gadamer, dos personas, en una curiosa y
estrecha unión, van tejiendo los hilos de la conversación, y tiene lugar
esa apertura de una a otra que permite que los hilos de la conversación
puedan ir y venir. Se precisa una disposición abierta para que pueda
siquiera emprenderse, iniciarse una conversación, toda vez que tal
inicio supone un tantear y un aproximarse, un entrar paso a paso en
diálogo de modo que puedan verse envueltas finalmente en él, haciendo
posible el surgimiento de esa “primera comunión irrompible entre los
interlocutores” (Gadamer, 1971).
En
mi pretensión de convertirme en interlocutor de Iván, de abrirme y
abrir una conversación con él, en mi deseo de que el diálogo nos
envolviese de un modo ya difícil de romper, he sentido siempre que se
había de prestar mucha atención a ese tanteo, a ese tiento espontáneo
con el que yo debía de aproximarme a él y dejar que él se aproximase a
mí, a ese ir tejiendo los hilos del diálogo.
Si
él, en la exhibición de sus excesos, busca mi complicidad a través de
su narración, al tiempo que me provoca y trata de impresionarme con el
despliegue de una imagen de sí a su juicio deslumbrante; entonces yo he
de escuchar, acompañar y responder a su relato, de tal forma que,
recogiendo el sentido y el anhelo de sus palabras, sea posible incluir
también elementos que favorezcan el cuestionamiento del mismo e
introduzcan una visión que contempla la necesidad de límites y de un
mayor cuidado de sí y de los demás.
Si
él, por ejemplo, en el desarrollo de la historia de lo que fue su
última noche de fin de año me cuenta, con creciente excitación y
regocijo, que su fiesta empezó ya en la mañana del día 31 de diciembre
tomando unas cervezas que rápidamente se contaban por decenas, que de
ahí pasaron a consumir cocaína en grandes cantidades; si naturalmente él
había olvidado para entonces que había salido de casa con el encargo de
comprar algunas cosas para la cena familiar, que cayó en la cuenta de
lo tarde que era cuando, furiosa, su madre le llamó por teléfono y que
llegó a cenar en un estado deplorable y cuando ya, hartos, algunos de
los comensales habían empezado a cenar; si él se complace cuando yo
interpreto benévolamente un exagerado y teatral escándalo que mezclo con
la risa del que prefiere no llorar ante el desastre al que asiste; y si
él se muestra por completo intolerante y se rebela iracundo elevando la
voz cuando yo le reconvengo suavemente aludiendo a lo desesperado que
siento su modo de actuar o cuando indago acerca de la (muy deseable y
previsiblemente inexistente) presencia de alguna figura en su entorno
que le ponga límites; si él, interrumpe con brusquedad el diálogo, e
incómodo pero decidido soporta el silencio que yo guardo tras su
estallido; entonces yo he de retroceder, volver sobre mis pasos, buscar
otra vía de aproximación, reflexionar sobre los posibles tonos de que
dispongo, seleccionar con cuidado un nuevo hilo y lanzarlo en una
dirección que posibilite reanudar la conversación truncada.
Una sesión.
Intentaré
ilustrar mejor estos planteamientos mediante la presentación de parte
de una sesión que tiene lugar tras unos días sin vernos como
consecuencia de unas breves vacaciones y de un viaje que el paciente
hace a la costa.
Paciente.
(Con una sonrisa inmensa, extravertido, casi expansivo). “¿Qué pasa,
Javi?” (así me llama habitualmente, casi desde el principio del
tratamiento).
Terapeuta. “Eso digo yo, ¿qué me cuentas?”
Paciente. (Sonriente). “Muchas cosas me han pasado. Tengo mucho que contarte hoy”.
Terapeuta.
(Aliviado ante las perspectiva de tener una sesión menos ominosa que en
otras ocasiones, animado ante la perspectiva de que sea el paciente
quien asuma la iniciativa de la conversación hoy). “Pues nada,
fenomenal, ¡cuéntame!”
Paciente.
(Manteniendo un tono alto). “A ver, por dónde quieres que empiece. Por
las cosas buenas, por las malas... Porque tengo de todo...”
Terapeuta.
(Su tono lúdico me hace pensar que nada de lo malo ha de ser tan malo,
mientras que, en lo que se refiere a lo bueno, su sonrisa y la
musicalidad de sus palabras me llevan a fantasear con alguna de sus
correrías, o en algún encuentro con una chica). “Pues, no sé que
decirte. Podemos empezar por lo que quieras”.
Paciente.
“Es que mucho me ha pasado desde que no nos vemos... Bueno, de lo malo,
que a mi madre le han visto que tiene otra vez cáncer, en los huesos
ahora... Ya ha empezado con la quimio el viernes pasado”.
Terapeuta.
(Sus palabras me dejan consternado, y creo inevitable que el escalofrío
que me recorre se trasluzca en mi expresión. Siento que el golpe es muy
duro, y la ligereza con la que habla, la falta de sintonía entre el
contenido de lo dicho y el modo en que lo expresa me hacen pensar en la
minimización, en la trivialización con que se defiende de sentimientos
depresivos muy dolorosos y de un terror importantísimo. Mi tono es grave
cuando contesto). “No me digas...”
Paciente.
(Manteniendo la sonrisa y el tono desenfadado, descriptivo. Habla con
rapidez). “Ya ves. Tenía las pruebas el otro día y se lo han visto. Y
nada, que ya está con la quimio. Qué le vamos a hacer. Y, de lo bueno,
que he conocido a una chati, de 25 años...”
Terapeuta.
(Da la impresión de dar por concluido el tema de la enfermedad de su
madre y de lanzarse ya a contarme algo que le resulta mucho más
sencillo. Insto a parar y a volver sobre el primer asunto). “Vaya,
vaya... Oye, pero cuéntame un poco más lo de tu madre. Cómo ha sido todo
esto...”
Paciente. (Me mira inquisitivo, molesto, poco deseoso de insistir con este tema).
Terapeuta.
(Con suavidad y respondiendo a su silencio y a su mirada). “Sí, no
sé... Cómo ha sido la cosa, cómo es que le han visto esto de los huesos,
qué es lo que le han dicho...”
Paciente.
(Aceptando mi propuesta). “Pues eso. Que le han visto que tiene cuatro
puntos de cáncer en los huesos. Uno es en la columna, creo”. (Parece que
no tiene demasiado claras las cosas, y habla más por lo que ha oído a
su alrededor que por una conversación concreta en la que alguien le haya
explicado lo que está sucediendo). “Y nada, ya está con la quimio, y mi
tío (el jefe del paciente en el taller) llamó el otro día por teléfono,
que hay un sitio, un hospital, que se dedica sólo a esto de los huesos,
y que vaya allí mi madre, a ver qué le dicen, y que él se lo paga todo”
(Suena como si describiese una solución segura para algo que se
claramente marcado por una enorme incertidumbre).
Terapeuta. (Hablo lentamente, en contraste con lo veloz de su discurso). “Bueno... Y ella, ¿cómo está? ¿Cómo lo estáis llevando en casa?”
Paciente.
(Resuelto, gesticulando como para enfatizar las pocas dudas de la
postura de todos en casa). “Pues nada, que son cosas que vienen así, y
que hay que ver qué pasa. Ella dice que va a luchar... Y que hay que
aprovechar y disfrutar lo que dure. Si es más, pues más. Si es menos,
pues menos”.
Terapeuta.
(Me asombra el contraste entre la expectativa de duelo que me inunda a
mí y la serenidad –que, por otro lado, tampoco impresiona de impostada-
con la que él relata lo que está pasando a su alrededor y en su
interior. Yo trato de acercarme desde mi pesimismo y desde mis
sentimientos de pena y congoja, pero no dejo de asumir como legítima su
visión tranquila y resignada). “Ya... Y lo de la quimio... Dices que ya
ha empezado... ¿Cómo ha ido con el primer ciclo?”
Paciente.
(Con entereza, sin mostrar la más mínima aflicción). “Bueno… Fue el
viernes pasado, y mira… Que esas cosas te dejan hecho polvo, y está todo
el día en la cama. Que se cansa mucho. Pero bien… Ahora, de la casa lo
tenemos que hacer todo nosotros” (Añade esto último con una gran
sonrisa).
Terapeuta.
(Trato de ver el modo en que pueda irle sugiriendo algunos de los
elementos más penosos, más dolorosos, más problemáticos, en los que yo
no dejo de pensar y que parecen quedar fuera de su campo de visión. Al
mismo tiempo, su perspectiva, positiva hasta lo insólito, me hace pensar
en un modo que no es desdeñable de afrontar una situación muy
angustiosa, generadora de miedo intenso. Intento aproximarme a él, desde
ahí, e indago acerca de emociones que puede estar tratando de ignorar).
“Y ¿cómo estás tú? No sé si estás con mucho miedo…” (Empleo un tono muy
suave y cálido, lejano a la socarronería en la que él se mueve
fácilmente).
Paciente.
(Más grave, tanto en lo gestual como el tono de su voz). “Bueno… No…
Hay que ver qué pasa. A lo mejor va también a un sitio que le ha dicho
mi hermana, de masajes y cosas de ésas. Porque allí está un chico que
pilló una hepatitis por una transfusión y con cosas naturales se la ha
quitado, comiendo verdura y así. No sé… Lo único que, el otro día, que
hablé con mi tío, y me decía que todo esto de mi madre que le recuerda a
su madre, mi abuela, que también era como mi madre, que le pasaban un
montón de cosas, que siempre estaba enferma con unas cosas y otras. Y,
ya. Ya le decía yo que a mí también me lo estaba recordando…” (Su abuela
materna falleció apenas pasada la cincuentena). “Pero bueno, no sé”.
(Parece ahora más en contacto con la posibilidad de la pérdida, con el
temor ante tal expectativa y con la pena que ello le suscita).
Terapeuta.
(Al hablar de su tío, que es una figura paterna fundamental, pienso en
su padre, en su delicada situación, y me parece importante rescatarlo en
la conversación, darle un lugar relevante como referente masculino que
ha de estar asumiendo en casa la responsabilidad básica como cuidador y
como contenedor emocional). “Y tu padre, ¿cómo está?”
Paciente.
(Que no se extraña por la pregunta). “Bien, ahí va. Cuando alguna vez
no puede acompañar a mi madre, la acompaño yo”. (Reivindicándose también
a sí mismo).
Terapeuta.
(Sonrío y respaldo su actitud adecuadamente adulta). “Muy bien, muy
bien”. (Lo siento cansado, y acepto virar la conversación hacia la
temática más liviana y despreocupada de la chica a la que ha conocido…).
En
este fragmento de diálogo, y al irrumpir en nuestro espacio
conversacional la reaparición del cáncer de su madre, mi paciente y yo
partimos de dos horizontes tremendamente distantes. Poco a poco, sin
embrago, nos vamos aproximando, desde un respeto cuidadoso de su inicial
punto de partida, y de los tiempos y del ritmo preciso para poder ir
tejiendo un diálogo consistente y sin desgarrones, en el que preguntas y
respuestas, mostrando visiones dispares, nos van acercando.
El
verdadero diálogo precisa de unas determinadas condiciones, y su
auténtico carisma sólo está presente en la espontaneidad viva de la
pregunta y la respuesta, del decir y dejarse decir (Gadamer, 1971).
Es
ésta la razón por la que, en el caso de Iván, muchos de nuestros
encuentros están presididos por un preguntar y repreguntar con enorme
curiosidad. Con el cuidado preciso para que no se genere una vivencia de
persecución. Con la energía necesaria para transmitir ese espíritu de
indagación consustancial al psicoanálisis (Riera, 2004). Con la
espontaneidad requerida por y para el ir y venir del diálogo. Con el
entusiasmo imprescindible para animar al paciente a progresar en la
conversación y a no desfallecer cuando es presa del desaliento y de lo
que parece un agotamiento insuperable. Con el más absoluto respeto hacia
sus enormes dificultades para dejarse llevar por el fantasear, el
imaginar, el especular, el pensar en alta voz.
Mi
paciente y yo concurrimos al encuentro terapéutico cada uno desde
nuestra individualidad, cada uno desde nuestro horizonte hermenéutico, y
es mi tarea la búsqueda de esa fusión de horizontes y la consecución, a
través de la conversación, con sus objeciones o su aprobación, su
comprensión y sus malentendidos, de esa especie de ampliación de su
individualidad, de esa profundización en el nivel de conciencia de la
propia vida mental, de esa construcción de una capacidad narrativa que
permita al paciente cuidarse más y vivir mejor, con menos ruido, si
tanta necesidad de aturdirse para neutralizar la realidad y en un mayor y
mejor contacto con su deseo. De modo que también ese “me ven mejor” en
casa o en el trabajo del que habla últimamente pueda pasar a un verse él
mismo mejor, y a un contarse él mismo mejor su propia historia.
Agradecimientos.
A la profesora Carmen Segura, por acercarme a Gadamer. A Ariel Liberman
y Augusto Abello, por acercarme a Winnicott. A los tres, y a Marian
Fernández Galindo, por sus siempre cálidas acogidas de mis gestos
espontáneos.
NOTAS
(1) Tomo esta idea y esta forma de expresarla de mi ya larga experiencia de supervisión con Marian Fernández Galindo.
(2)
Posiblemente lo que sostiene el tratamiento psicoanalítico sea el
espíritu de investigación del analista, y cuando este espíritu es
comunicado, el paciente comparte esta actitud indagadora, y ello le
permite un diálogo más amplio consigo mismo y con el mundo. Este
espíritu de investigación que el analista transmite al paciente es una
característica central del psicoanálisis; quizás una de las pocas que ha
permanecido inmutable desde sus orígenes en Freud (Riera, 2004).
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