Honorarios del analista



 

¿Qué lugar ocupan esos cuestionamientos de los honorarios en un paciente? ¿Cuál es la escasez a escuchar detrás del “no puedo pagar” de un padre? ¿Por qué olvida siempre traer el dinero aquel otro paciente? ¿Por qué éste falta y porque falta no paga? Freud decía con razón que en la estima del dinero intervienen poderosos factores sexuales y que hablamos de él con la misma “duplicidad, mojigatería o hipocresía” con la que tratamos aquellos temas a nivel social. El dinero es una equivalencia simbólica, núcleo de lo que no en vano se denomina “economía” libidinal del sujeto.
 
  Hablar sobre el dinero en la clínica implica tomar las dos vertientes de los actores interesados: el paciente y el analista. Uno paga y el otro cobra. ¿Por qué es conveniente que un paciente pague para ser escuchado, si tantos otros sociales podrían escucharlo gratuitamente o incluso podría recurrir a su pre paga y tan solo agregar un pequeño monto estipulado por esa terceridad? ¿Acaso si hay una terceridad en juego, lo que ocurre entre paciente y analista no es un análisis si no media un pago directo? ¿Por qué es conveniente que el analista reciba un monto de dinero estipulado de mano del paciente y no de una terceridad? ¿Cuáles son los resortes, la eficacia y los limites de una transferencia que no está mediatizada por el dinero? 

  ¿Realmente constituye la mediación de éste una condición para la práctica analítica?
 
Estas son algunas de las preguntas que planteo. Sólo alguna de ellas intentaré abordar. Yo le pago a Ud.  para que analice a mi hijo, pero a mi no me cite, estoy muy ocupado –me dice padre.
Yo pago por mi hija, pero por qué debiera pagarle a Ud. ¿Para qué nos cita a nosotros? –dicen otros.
Yo no pago; que pague ella!! Yo hago el aporte de la cuota alimentaria que el juez me asigno-dice otro papá.
¿Por qué voy a pagar por el análisis de mi hijo más que lo que le pago a mi analista?
Vengo aquí porque me han dicho que se puede pagar poco.
Yo le pago a la pre paga ¿Por qué debiera pagar a parte?

Cada una de estas expresiones remiten a diferentes casos de la clínica que a diario escuchamos. Cada una de ellas dicen de posiciones subjetivas diferentes que debemos interrogar en el caso por caso, y a que el pago se articulará en cada discurso con el goce que sostiene y su constitución fantasmática.  
 
  ¿Qué lugar ocupan esos cuestionamientos de los honorarios en un paciente? ¿Cuál es la escasez a escuchar detrás del “no puedo pagar” de un padre? ¿Por qué olvida siempre traer el dinero aquel otro paciente? ¿Por qué éste falta y porque falta no paga?
Freud decía con razón que en la estima del dinero intervienen poderosos factores sexuales y que hablamos de él con la misma “duplicidad, mojigatería o hipocresía” con la que tratamos aquellos temas a nivel social. El dinero es una equivalencia simbólica, núcleo de lo que no en vano se denomina “economía” libidinal del sujeto.

Hablar sobre el dinero en la clínica implica tomar las dos vertientes de los actores interesados: el paciente y el analista. Uno paga y el otro cobra. ¿Por qué  es conveniente que un paciente pague para ser escuchado, si tantos otros sociales podrían escucharlo gratuitamente o incluso podría recurrir a su pre paga y tan solo agregar un pequeño monto estipulado por esa terceridad?  ¿Acaso si hay una terceridad en juego, lo que ocurre entre paciente y analista no es un análisis si no media un pago directo? ¿Por qué es conveniente que el analista reciba un monto de dinero estipulado de mano del paciente y no de una terceridad? ¿Cuáles son los resortes, la eficacia y los limites de una transferencia que no está mediatizada por el dinero? ¿Realmente constituye la mediación de éste una condición para la práctica analítica?
Estas son algunas de las preguntas que planteo. Solo alguna de ellas intentaré abordar.

Freud nos dice[1] que el analista al inicio del tratamiento debe “comunicar” cuánto “estima, valora, aprecia” su tiempo de tratamiento. Bien sabemos que el analista precisa del dinero para su manutención o sea que lo que lo real del dinero toca lo real del analista tanto como de su paciente. Pero entre lo que el analista cobra y lo que el paciente paga no hay relación, ya que no es equivalente lo que se paga a lo que se cobra.
También es cierto que cobrando no se garantiza que haya análisis, pero si los lugares simbólicos están determinados, el análisis se puede desarrollar en la cima de la montaña –como lo hizo Freud con Catalina- o viajando en tren –Aliquis-. Lo importante es el discurso y no la rigidez del encuadre[2].
Para el analizante el pago debe significarle un esfuerzo, nos dice Freud. De este modo Freud desliga el pago que el paciente hace de cualquier consideración referida al analista, como sería su formación o su tiempo. El paciente paga no por la hora que le dedicamos ni por nuestra experiencia, sino para llevarse “palabras” escuchadas de otra manera. Y esto es lo loco de nuestra profesión. El paciente paga para llevarse palabras, palabras que en el mejor de los casos aliviaran su síntoma y lograran re posicionamientos subjetivos diferentes frente al goce.
El pago en dinero lo leemos como un acto por el que el sujeto cede un objeto que presentifica la falta. Da algo de ese goce que lo retiene en el deseo del Otro como objeto, aceptando su pérdida. Por este acto el sujeto se enfrenta con el hecho de que no hay goce gratuito, ya que le cuesta su propia posición como deseante. Se trata de que el costo le sea más económico, que el paciente pague la libra de carne que todos pagamos  para poder organizar un goce a cuenta propia, en vez de pagar con el goce del síntoma. Paga “por” sus propias palabras con dinero, ya que perdiendo ese objeto que “no tiene precio” redobla las otras perdidas que el dinero viene a significar. Pagando sacrifica su lugar de objeto para emerger como sujeto. Pagando se compromete también con su espacio analítico, disminuyendo sus ausencias o llegadas tarde a sesión.

Y el analista ¿qué le demanda a su paciente? Que asocie y que pague. ¿Y de qué se ocupa? De “lo que no sirve para nada”: del goce.
La regla de abstinencia “prohíbe” el comercio sexual entre paciente y analista y ello nos “obliga” al comercio económico con los honorarios. El analista cobra para abstenerse de gozar al paciente ya que “si es por plata, no es por amor” como se dice de la prostitución. Porque media un pago, no es por amor.  
Si el amor es dar lo que no se tiene, es bien cierto que el sujeto puede esperar que se le dé, puesto que el psicoanalista no tiene otra cosa que darle. Pero incluso esa nada no se la da y más vale así. Por eso esa nada “se la pagan” y preferiblemente de manera generosa para mostrar bien que de otra manera no tendría mucho valor.[3]
Si toda demanda es demanda de amor y amor es dar lo que no se tiene, medir con dinero esa nada que el analista no da, permite acotar ese goce para que un análisis sea posible. Se evita de este modo la inquietante pregunta porque el ¿qué quiere de mí si no es dinero?
Si el analista no cobra, vale la pregunta sobre cómo o con qué vive. Si vive de “otra cosa” cuando atiende ¿lo hace para adquirir experiencia? La respuesta puede ser inquietante. Mientras que al demandarle dinero, se pone en juego la castración para ambos, garantizando que la cura no es por amor, por interés o para su goce. “Él me escucha porque es su trabajo y vive de esto y no porque goza de mí”. Así el cobro del analista asegura que su goce está en otra parte que en su paciente y a su vez el pago de su paciente le permite a éste localizar un objeto cesible en el campo del Otro al instaurar la dimensión de la falta[4].
Entonces considerar al dinero en el interior de la experiencia analítica, implica la exigencia ética de coordinar su pago al deseo del analista que sostiene la cura para que este deseo pueda operar como tal, ya que el deseo del analista se sostiene más allá de sus apetitos económicos. Lo real del dinero toca lo real del analista también, pero es esperable que su deseo no se agote en él.

Pero ¿qué ocurre cuando el analista trabaja en una institución donde el pago no media o lo que media es un bono estipulado  por la misma institución? ¿Es posible allí un análisis? Creo que nadie dudaría hoy de que es posible analizar fuera del ámbito privado, porque un análisis no depende de un encuadre sino de una escucha. Pero la pregunta es ¿cuánto tiempo? ¿Puede un análisis cursarse eternamente en dicho ámbito? ¿Es preciso que en algún momento se dé un “pase a privado”? ¿De que depende dicho “pase”?
Pienso que porque media una terceridad que afecta a ambos actores, por un tiempo es posible. Pero si la situación se prolonga puede surgir la inquietante pregunta de ¿por qué me sigue atendiendo gratis o por este bono? ¿No tiene más pacientes? ¿Me ama? ¿Lo hace por altruismo? ¿No precisa del dinero? ¿Nada le falta? ¿O será que yo no puedo faltarle? ¿Qué “me” quiere?
Poner a trabajar estos interrogantes permitiría tal vez un nuevo posicionamiento del sujeto que demande para sí un otro espacio que el público o semi publico, pidiendo el mismo su “pase a privado” y accediendo a pagar por su espacio.
Pero si el sujeto nada quiere perder y a pesar de la incomodidad de ambos solicita continuar in eternun dicha situación, tal vez un corte sería posible, intervención que en el a posteriori se leerá si habrá sido o no eficaz, si permitió o no un futuro análisis. El analista dice con ese acto que no accede a un pacto por amor. Ahora quedará a cuenta del sujeto con qué quiere continuar pagando.

Les presentare ahora dos casos de mi clínica. El primero de ellos fue un paciente que comencé a atenderlo en el hospital donde trabajaba hace varios años atrás. El segundo consultó por medio de una pre paga con la que trabaje unos cortos meses. Ambos en su momento me interrogaron y sobre todo el primero de ellos me llevó varias veces a presentarlo en diferentes ateneos.
Comencemos por el primero.

Yo soy pobre. No puedo pagar. ¿Acaso no me ve?

Hay un Sr. que quiere ser atendido pero me impresiona – me dice una colega- le falta un ojo... no puedo mirarlo... ¿podrías atenderlo vos?
Me asomo y veo un hombre con gruesos anteojos de aspecto absolutamente desalineado y sucio. Justo en el momento en que lo miro había levantado sus lentes para rascarse ese ojo ciego. Realmente impresionaba.
Hoy pienso que tal vez lo que me llevó a atenderlo fue justamente recibir ese “resto” caído del campo del otro (Otro), resto que sería a leer en el a posteriori de su análisis. Algo en su aspecto sufriente me interrogaba y ello me movió a querer escucharlo.
En ese hospital no había consultorios. Esto nos obligaba a atender por los pasillos ahí donde había un hueco posible. Poníamos dos sillas que acercábamos al paciente y casi en susurro los escuchábamos. Recuerdo que muchas veces terminaba de atenderlo y me encontraba rascándome la cabeza pensando que tal vez sus piojos habían pasado a mí.  
Sin embargo semana a semana allí estaba él y yo a su lado escuchándolo. Verlo llorar, sufrir, retorcerse de dolor, despertaba en mí el deseo de “ayudarlo” aunque bien sabía que de “hacer el bien” debía abstenerme.
Era hijo de un obrero y había quedado ciego de un ojo por el exceso de corticoides que un médico le dio para calmar su picazón. La madre no lo volvió a llevar para control y cuando lo hizo ya fue tarde. Así a sus cortos 8 años se encontró ciego de un ojo y a punto de perder el otro.
Vivía de lo que obtenía alquilando un espacio para recreación de los niños del barrio, pero ellos aprovechaban su escasa visión para “escabullirse” y no pagar. Ninguna cuenta le cerraba ya que su socio también hacia lo suyo y el resto lo hacían las putas a las que él recurría para consuelo.
Así comenzó su tratamiento en el hospital. Pensar que algún día pediría “su pase a privado” era de lo imposible. Sin embargo eso aconteció ¿Por qué? ¿Cómo fue que terminó pagando la consulta casi lo mismo que en ese momento pagaba cualquier otro paciente?
Llegó derivado por el gastroenterólogo del hospital. Padecía un persistente “colon irritable” resistente a la medicación. Se presentaba como un “pobre tipo” hijo de aquel obrero. Tenía un “carácter de mierda”, absolutamente “irritable”. Él había sido “abandonado” a su suerte por su madre, viviendo en casas de parientes que lo maltrataban. Sólo tuvo que “salir adelante” en la vida. Pero se había casado y tenía una hija que estaba estudiando y la ayudaba económicamente como podía.
El “carácter de mierda” le había hecho perder a su mujer. Aún hoy la lloraba. En su ex suegra había encontrado un reemplazo de la función ausente. A ella acudía con frecuencia cuando los golpes de la vida lo arrinconaban.
No apiadarme de él y poder escucharlo fue difícil. Él se ofrecía todo el tiempo a ser consolado o “acunado”. Pero más se melancolizaba su discurso, más fuerte eran mis intervenciones. Yo me negaba a ocupar el lugar que él me ofrecía: “verlo” como ese “pobre tipo” con esa vida “de mierda”.
Trabajar esa posición de “pobre tipo” abandonado y caído, su “carácter de mierda”, su resentimiento, sacarlo de la posición de víctima para implicarlo subjetivamente llevó a que lentamente pudiera ir abandonando posiciones tan gozosas para comenzar a interrogarse sobre lo que de su vida quería hacer. ¿Podía hacer alguna otra cosa que quejarse y llorar?
Sus padecimientos físicos habían comenzado lentamente a darle tregua. Cada vez hablaba menos de ellos y cada vez hablaba más de él. Ya no era solo “eso”.
Así le digo que llevábamos largos meses de tratamiento y que era tiempo de hacer un corte. Yo tenía que dar espacio a nuevos turnos ya que otros pacientes esperaban. Aceptó con cierta resistencia, quejándose del Estado que no ofrecía tratamientos “completos” y “gratuitos” para gente “como él”. Le ofrezco suspender y volver a consultar mas adelante si así lo necesitaba. Su “colon irritable” ya no le “irritaba”. En todo caso tendría él que ver qué quería hacer con esa “irritación” permanente de carácter que lo dejaba tan solo en la vida.
Unos meses después me vuelve a ver pero esta vez dice muy tímidamente si podía atenderlo en privado. Él suponía que no, porque ¡¡cómo yo iba a atender a un obrero en mi consultorio!!¿Yo podía? ¿Yo quería?
Con tono de humor le digo que yo atendía pacientes y no “obreros pobres tipos”. Que si él quería, le daba un turno.
Entonces preguntó por mis honorarios. Yo le devolví la pregunta. ¿Cuánto estaba dispuesto a pagar por su tratamiento en privado? Para mi sorpresa esbozó una cifra no muy lejana de la que el resto de los pacientes pagaban, ¿yo lo atendería por tan poco?
Así comenzó su tratamiento en mi consultorio centrando sus preguntas en torno a su dificultad para tener una pareja estable y un trabajo que le permita vivir más tranquilo. 
Suspendió su análisis cuando viajó al interior por trabajo junto con su nueva pareja. No recuerdo haberle escuchado en el último tiempo comentario alguno en torno a su “irritable colon”. Si lo seguía  o no padeciendo, no lo sé. Pero de él ya no hablaba.

Si tengo obra social ¿por qué voy a pagar?

Él tiene una profesión independiente pero consulta por medio de su prepaga ya que el derivador le dio mi teléfono. No se le ocurre que debiera hacerlo en privado y si así fuese ¿a quien recurrir? Él no conoce a nadie.
Se presenta con el celular abierto en su mano. Tengo que esperar a que cuelgue para que nos presentemos. Viene porque su esposa lo manda. Ella ya no tolera más su prepotencia y sus decisiones inconsultas. Se queja que él nunca está y que cuando está vive “dormido”. Que nada comparte con ella o con sus hijos. Que así no va.
Sin embargo para él todo está bien en su matrimonio. Su trabajo va bien aunque  con grandes sobresaltos económicos, pero para él eso es por el tipo de profesión que tiene. Nada lo interroga.
Intenté trabajar esos primeros tiempo su posición de “dormido” en la vida que él decía que quería y la “oreja” que todo el tiempo ponía para los otros y no para los suyos. Sin embargo poco pasaba.
De acting en acting cursó esos primeros tiempos de su análisis. Llegaba tarde o no venía y cuando lo hacía poco se interrogaba. Se ausentaba del análisis como se ausentaba de los suyos. Daba a leer algo de su posición subjetiva con estas y otras  mostraciones, pero intentar implicarlo era en vano.
Un día decido suspender este tipo de atención para él y para todos. Se lo comunico. Rápidamente preguntó si podía “continuar” en privado. Arreglamos un honorario y comienza la que hoy puedo decir que fue su análisis.
¿Qué hizo que se implicara en él? ¿El hecho de pagar? Entiendo que sí, pero no solo por eso.
Recuerdo que muchas veces me llamaba sobre la hora para suspender su turno aduciendo que una persona cuyo cargo no me podía ser indiferente lo había solicitado en reunión y por tanto pedía le cambie el turno. Al principio yo accedía, pero así dejándolo le impedía preguntarse si realmente no podía hacer algo con ello. ¿Quién pagaba entonces? ¿Él o yo?
Un día le digo que pasaré a cobrarle todas las sesiones las utilice o no. Primero se sorprendió y molestó. Le digo que yo vivía de mi trabajo y que si él no ocupaba su hora, yo tampoco podía utilizarla. Accede de mal modo, pero lo cierto es que a partir de ese momento comenzó a cuidar su espacio, llegando a venir los últimos cinco minutos de su sesión, pero venía y si no lo hacia pagaba “con dolor”, pero pagaba.
El primer tiempo de su análisis se centró en el escaso tiempo dedicado a sus hijos y el exceso de tiempo dedicado a su trabajo. La escasez también la llevaba a su análisis quedando frecuentemente endeudado. Más de una vez traía cheques que difería para pagar sus sesiones, hasta que también cortó con esa “bicicleta financiera”. Me culpó de dura e intransigente. Pero el ordenarse con su análisis lo llevó a ordenarse en su cotidianidad.
Luego vino el rápido ascenso económico al lograr lo que con tanto esfuerzo estaba intentando. Comenzaron los viajes frecuentes y otra vez las ausencias. Un nuevo ordenamiento era necesario: volvimos a fijar fechas de análisis para aquellas sesiones que no tendría por sus viajes.
Entonces comenzó a hablar de su mujer. Ella le reclamaba su presencia y él sintiéndose acorralado casi entra en lo que podría haber sido un pasaje al acto: renunciar a su trabajo para dedicarse todo entero y sin resto a ella. El análisis pudo intervenir en lo que hubiese sido un suicidio: renunciar a lo que tanto le gustaba de su trabajo y al éxito que había logrado, por amor a ella.
Ya no pidió cambios de horarios ni llamaba para avisar que no vendría. Pagaba puntualmente sus sesiones o por adelantado “para no olvidarse”, asegurándose de este modo su espacio y su regreso.

Con estas dos viñetas presentadas intenté puntuar la posición subjetiva diferente que cada uno de estos sujetos tenía en torno al dinero y cómo el pago se articuló en cada uno de sus discursos con el goce singular y su posición fantamática.
Descubrir que no hay goce gratuito no es sin dolor. Si el sujeto accede a pagar, a ceder algo a cambio, podrá poco a poco ir abandonando esa posición sacrificial en su vida para poder organizar un goce a cuenta propia y de este modo emerger como sujeto deseante.


   



[1][1] Freud, Sigmund: Sobre la iniciación al tratamiento. Amorrortu editores. Volumen 12
[2][2] Zuberman, José: El dinero en el quehacer psicoanalítico. Lo Institucional Nº 30
[3][3] Lacan, Jacques: La dirección de la cura y los principios de su poder. Escritos II
[4][4] Rodrigo, Alejandra: Acerca del pago. Cuadernos Sigmund Freud Nº 23.









http://www.psicologosmontevideo.com/lic-psic-gonzalo-cosenza

Comentarios

Entradas populares de este blog

¿Qué es el fotolenguaje?

FODA Matemático: Cómo funciona , paso a paso

La diferencia entre adular y alabar