Desamparo subjetivo y niñez




Para reflexionar sobre distintos aspectos del “desamparo en la niñez” voy a girar en torno a dos polos: “objetalidad del niño” y “subjetividad en el niño”. Dividiré mi exposición en tres partes: la consideración de la subjetividad del niño en el curso de la historia del psicoanálisis de niños, la dignidad de su desamparo en la relación madre-hijo y los efectos sobre la niñez del desarraigo subjetivo en la posmodernidad.
I) He insistido en diversos textos y conferencias en realizar una articulación, mediante tiempos lógico-cronológicos, de lo que ha acontecido a través del ingreso del niño en el campo psicoanalítico. Lo podríamos llamar “fundación” del psicoanálisis de niños.
Postulo que ha existido un tiempo inaugural, un “Tiempo 0”, constituido por el modo indirecto de constatación y localización del niño en el universo discursivo de los pacientes adultos de Freud. Las neurosis histéricas, siempre generosas en su actividad reminiscente, le brindaron a Freud amplios materiales. Inclusive, como se ve en los “Estudios sobre la histeria”, en aquellos momentos en los cuales Freud quiso inmiscuir su saber en el discurso que las histéricas producían, éstas no vacilaron en silenciarlo, en pedir que las dejase hablar. Es muy conocido ese famoso instante, iluminador de todo un campo nuevo, en que la respuesta de Freud es sencillamente consentir en dejar hablar a la histérica. Como sea, de esta manera sólo se accede a la sexualidad infantil de un modo sesgado, a través de ese cotejo de lo que los adultos dicen de esa sexualidad.
Más tarde, hay un “Tiempo 1” inmediatamente posterior, que podemos centrar en el caso del “pequeño Hans”, tiempo que constituyó un paso iniciático incluyendo al niño mismo en la práctica. Esta vez por la mediación también de un adulto, el padre de Hans, que no era analista sino un adepto de Freud, en el que este último confiaba plenamente. Su discípulo no sólo suministró datos sobre la infancia de su hijo de cinco años, sino que condujo (como pudo) ese pequeño “fragmento” de análisis. Podemos leer allí, a partir de alguna de las frases de Freud con respecto al tema, que sólo gracias a la mediación del padre se pudo acceder al niño. Quiero dejar marcada una inquietud con respecto a esto, pues con relación al niño oscilamos entre dos posturas: suponerle cierta fragilidad, lo que motiva que el acercamiento sea meramente parcial o, por el contrario, que nos suscite temor reverencial, con el resultado idéntico de poner distancia ante “su majestad”...el niño.
Llegamos ahora a un segundo momento, “Tiempo 2”. Estamos ante un tiempo confrontativo, de querella, que al mismo tiempo tiene el valor de ser delimitativo, con apropiación del campo como tal. Estamos citando la disputa histórica entre Anna Freud y Melanie Klein, donde más allá de la discusión teórica, el niño accede directamente a lo que serían los tratamientos psicoanalíticos. El epicentro de esta lectura podríamos situarlo en el texto kleiniano clásico Simposium de análisis infantil, del año 1927. La autora inglesa muestra que superando la oscilación de la que recién hablé, no se trata de suscitarle al niño malestar o, desde el punto de vista social, contribuir a provocar desmanes posibles, dado el levantamiento de las represiones. Por otro lado, pronostica posibilidades inmensas que se abren: la profilaxis a partir del análisis de niños muy pequeños. Y siempre alejándose incisivamente de la perspectiva más pedagógica de la hija de Freud. Si volvemos a nuestras preocupaciones, podríamos decir que en esta disputa entre ambas, Ana Freud aleja más al niño de las posibilidades concretas del psicoanálisis, aplicado en un sentido directo, sin mediaciones “formativas”, pero respeta mucho más que Melanie Klein las diferencias entre los niños y los adultos. Ésta, en cambio, acerca fuertemente al niño a la práctica del psicoanálisis, pero no atiende las posibles diferencias subjetivas entre un adulto y un niño, especialmente en su relación a la palabra y al lenguaje.

Terminaremos por situar en un tercer momento, “Tiempo 3”, tanto a D. W. Winnicott como a J. Lacan. El primero aporta su teoría del juego, y por lo tanto una teo­ría del objeto. El segundo, con sus diversas consideraciones sobre la constitución del su­je­to, las que implican las determinaciones del lenguaje sobre el parlante. Este pasaje del segundo tiempo al tercero, desde la confrontación narcisista a la reflexión ampliada, lo nombro como el pasaje del niño como “objeto de la clínica” a su lugar como sujeto en la clínica. Es un tiempo abierto al futuro.
Siempre hay ciertas dificultades para nombrar lo que usualmente llamamos psicoanálisis de niños o, últimamente, psicoanálisis “con” niños. Como si hubiera una tendencia a pensar “este” psicoanálisis como una especialidad con un objeto específico. Prefiero hablar de la subjetividad y sus momentos, y entonces pensar a la “niñez” como el “momento-niño”, o mejor, el “momento-juego”, que se puede estudiar en sus derivaciones sublimatorias en el adulto más tarde.
Hablar de psicoanálisis “con” niños me parece un intento desesperado de eludir el problema que presento. La preposición “con” revela lo que se llama en gramática un “circunstancial de compañía”. Acompañamos al niño en un intento de no tomarlo como objeto, en nuestra búsqueda de un lugar para él. Pero no se trata de eso: mejor deberíamos pensar qué pasa cuando el psicoanalista se encuentra “ante” el niño. ¿De qué se va a tratar? ¿Estará desamparado ante nosotros? ¿O nosotros ante él? He preferido hablar del sintagma “el psicoanalista y el niño”, usando la conjunción “y”, partícula que une y separa dos elementos heteróclitos, dispares.
Un niño, solo, nos mira con un juguete en sus manos. Dejemos que su escena se inicie.

II) El niño obliga a replantear cada uno de los tópicos del psicoanálisis: la transferencia, el estatuto del síntoma, las diferencias entre juego y asociación libre, la entrada en análisis (y el estatuto de la demanda, por lo tanto), así como el final de esta aventura (o sea, todo lo que concierne a la fantasmática infantil).
Volvamos al inicio, es decir, el tema de la objetalidad del niño y cómo llega a ser un sujeto. Esto es correlativo al tema de la responsabilidad del adulto, difícil de definir. Podemos recordar la exageración irónica de Lacan cuando decía que los padres no son responsables de sus hijos, en el sentido de acentuar el aspecto de separación, de alejarlo de la trama de la demanda parental. De todos modos, responsabilidad es una palabra que viene del verbo responder, o sea, el responsable es el que se presenta y da cuenta de algo. Creo que en la constitución de la subjetividad los padres tienen una respon­sabilidad.
Winnicott con su teoría del falso self se aproximó a este punto. El sujeto queda reducido a un objeto que sobrevive, pero lo hace fútilmente. Él acentúa que no se trata del hecho de “vivir”, sino de una vida digna de ser vivida. El niño en esa posición se defiende de lo que Winnicott llama la madre “no suficientemente buena”, que es la que no sostiene el gesto espontáneo y no permite que ese gesto (en términos más lacanianos) se vuelva un “acto del sujeto”. Pone su propio gesto y lo conduce a lo que podríamos llamar un velado desamparo subjetivo.
Después vienen los efectos: un replegamiento del niño, las áreas de lo interno y lo externo quedan escindidas (y no unidas como en el caso del espacio transicional) y el niño reacciona en lugar de existir o sea, la vida deja de ser un campo lúdico.
Otro concepto winnicottiano es el de “derrumbe” (break down), que también se puede traducir como quebrantamiento o colapso. Plantea una serie de fallas en la organización del aparato psíquico que operan como defensa contra estados “impensa­bles”. Inclusive dice algo muy interesante: la palabra angustia le parece poco intensa, no permite expresar plenamente aquello a lo que se refiere. Prefiere hablar de “agonías primitivas” acentuando el aspecto atemporal, lo interminable de ese sufrir. La angustia tiene que ver con lo que aparece súbitamente, en cambio la agonía se sitúa en un estado. El primer ejemplo que pone Winnicott es la sensación de caer para siempre.
Se trata de lo que no pudo ser abarcado, metabolizado, simbolizado por el aparato psíquico, dejando un efecto de aniquilación.

Pero la palabra desamparo también tiene otras connota­ciones. Me pregunto, primeramente –ya que trabajé en un servicio de internación– si las internaciones psiquiátricas evitan el desamparo de los niños o lo agravan. En segundo lugar, si en las patologías del actuar, lo que llamamos conductas antisociales, no está el tema de la segregación de los niños. En tercer lugar, cómo se lee el sufrimiento en el niño. El niño padece, se comporta, nos muestra su conducta pero en general no habla de su sufrimiento. Este debe ser inferido y uno de los problemas más urgentes de su clínica es cómo leer el punto donde los niños sufren. Dejemos de lado todo lo que es identificatorio con el niño y cómo suponemos una serie de sufrimientos muchas veces proyectados. En cuarto lugar quería decir que esta idea de Winnicott de la madre “suficientemente buena” es muy clara, por un lado y, por otro lado, es algo inespecífica y cuantitativa. Pero, además, en realidad, escuchando tantos pacientes casi podríamos decir que, así como el padre está muerto desde siempre, la madre es una rareza, es quizás sólo una serie de instantes muy difíciles de apresar.
III) Pasando al último tema que es el de los tiempos posmodernos, notamos en estos el predominio de los fenómenos de apatía, de perplejidad y desarraigo. Podemos preguntarnos qué lugar tiene el “sujeto de la infancia” en una sociedad posmoderna y cuál es el porvenir, por un lado, de la subjetividad en estos tiempos y, por otro, de una ética del deseo como es la psicoanalítica.

Gilles Lipovesky es un autor que ha publicado varios libros sobre la posmodernidad. Dice que estamos en la época del individualismo hedonista, que reina la indiferencia de las masas, domina la reiteración y el estancamiento, se banaliza la innovación, el futuro ya no se asimila al progreso ineluctable, la sociedad está ávida de conservación, tranquilidad y realización personal inmediata. Nadie cree en el porvenir sino en vivir “en seguida”... ¿qué compatibilidad tiene esto con el juego infantil?
Se trata de conservarnos jóvenes y no tratar de forjar el “hombre nuevo”. Desencanto y monotonía contrastan con el optimismo tecnológico y científico de los descubrimientos de la modernidad. Sin ídolos ni tabúes, sin entusiasmo, sin proyecto histórico movilizador. Sólo regidos por un vacío sin tragedia ni apocalipsis. Recordemos que, si bien luego relativiza esto, Lacan situó la ética del psicoanálisis en relación con la tragedia.
Si impera la dispersión, el “realismo” y el escepticismo crítico, si se ha ausentado definitivamente el fanatismo y la solemnidad de las ideas (y no sólo ello, sino las ideas en general), si no se cultiva la meditación profunda y el arte de reflexionar, allí creo que hay que ubicar el tema de “qué es la seriedad”.

Siempre hablo de que el “infantilismo” es el de estos nuevos adultos homeostáticos y de que los niños, en realidad, son muy serios. ¿No habrá que oponer al desierto contemporáneo el oasis del juego infantil? 

  Por Raúl Yafar
 
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