Anorexia. Una perspectiva psicoanalítica
Por Silvia Tubert
Introducción
Los llamados trastornos del comportamiento
alimentario , aunque han sido registrados desde
hace siglos, nunca alcanzaron la frecuencia ni la trascendencia social que
tienen en la actualidad: se trata de un fenómeno masivo, como lo fue la
histeria en tiempos de Freud. Los estudios epidemiológicos indican que se
trata, esencialmente, de una patología de la adolescencia femenina: en su
incidencia la relación hombre/mujer es de 1/10, la edad de comienzo es
habitualmente la adolescencia y la frecuencia es mayor entre las clases medias
y altas -aunque se está extendiendo a las clases bajas- y en los países
occidentales. Asimismo, se ha observado un aumento de la incidencia en ciertos
grupos (azafatas, modelos, deportistas, bailarinas) y la existencia de casos de
depresión, alcoholismo y trastornos de la alimentación en la familia. Estos
trastornos comprenden diversos tipos de manifestaciones; los más importantes,
según la clasificación propuesta por el DSM IV son los siguientes:
·
- Anorexia nerviosa, que puede ser de tipo restrictivo o purgativo.
·
- Bulimia nerviosa, de tipo purgativo o no purgativo.
·
- Trastornos alimentarios no especificados.
En lo que respecta a los criterios diagnósticos para la anorexia, la
mayoría de los autores que se han ocupado del tema coinciden en destacar el miedo
intenso a engordar, que no disminuye a medida que se pierde peso; la alteración
de la imagen corporal; una disminución del 25% del peso, aunque este criterio
ha sido sustituido por la reducción del índice de masa corporal (que se
determina dividiendo el peso por el cuadrado de la talla: los valores de 17,5 o
menos se consideran de riesgo médico); la negativa a mantener el peso corporal
por encima del mínimo según edad y talla; la ausencia de enfermedades somáticas
que justifiquen la pérdida de peso -los trastornos orgánicos son, por el
contrario, una consecuencia del adelgazamiento; no obstante, tienen a su vez efectos psicológicos y
pueden alcanzar una magnitud capaz de provocar la muerte. Podríamos añadir la
negación de la perturbación, la ausencia de enfermedad psiquiátrica y la
amenorrea, que suele considerarse como una consecuencia de la pérdida de peso
aunque diversos autores observaron que es frecuente que se produzca antes de que esa pérdida lo justifique 1.
En las anoréxicas suelen presentarse ciertos rasgos comunes de una
manera bastante estereotipada: ignoran o niegan las sensaciones de hambre y de
fatiga, les gusta preparar comidas muy elaboradas, coleccionan recetas,
acaparan alimentos en casa, conocen el contenido calórico de los alimentos,
tienen una resistencia profunda al tratamiento, no admiten que se hayan
producido modificaciones en su aspecto físico y creen estar gordas, realizan
ejercicios físicos exagerados y en los casos más graves toman laxantes y
diuréticos y se auto provocan vómitos. En cuanto a los rasgos de carácter que
pueden operar como factores que predisponen a la anorexia, la mayoría de los
autores coincide en la descripción de la anoréxica como "niña
modelo": obediente y perfeccionista, buena alumna, exigente consigo misma
y preocupada por agradar y complacer a todos. En el plano familiar, es
frecuente la presencia de casos de alcoholismo, depresión, trastornos de la
alimentación o al menos preocupaciones exageradas con respecto a la dieta, al
control del peso y a la apariencia física. Entre los factores desencadenantes
juegan un papel importante las separaciones o pérdidas de distintos tipos.
También hemos de hacer referencia a los factores que tienden a perpetuar la
sintomatología, como los efectos de la desnutrición en el terreno biológico, el
aislamiento social que conlleva e incluso podemos observar en muchos casos,
entre estos factores, los efectos iatrogénicos de los tratamientos centrados en
el problema somático. Como consecuencia de la anorexia -o acompañándola- se
presentan diversos síntomas: amenorrea, trastornos del sueño, estreñimiento,
dolor abdominal, saciedad prematura, intolerancia al frío, hipotermia, cianosis
y vasoconstricción. La persistencia del cuadro conduce a la caquexia,
bradicardia, hipotensión, lanugo y edema.
Con respecto a la bulimia, los criterios diagnósticos se refieren a
episodios recurrentes de voracidad (binge eating), es decir, ingesta
de gran cantidad de alimentos en un corto período de tiempo y/o falta de
control de la alimentación durante el episodio; un promedio de dos episodios de
voracidad semanales durante al menos tres meses y una autoevaluación
excesivamente determinada por la forma y el peso corporales. Se distinguen dos
formas clínicas, la no purgativa y la purgativa; en la segunda se aprecian
también conductas compensatorias, como los vómitos autoinducidos o el empleo de
laxantes y/o diuréticos. Con frecuencia se observan casos mixtos que presentan
deseos irrefrenables de comer, generalmente por atracones, una búsqueda
desesperada de la delgadez y estrategias para bajar de peso (dietas
hipocalóricas, vómitos autoinducidos, purgantes), junto al miedo enfermizo a
engordar. Los casos de bulimia se asocian, con mucha mayor frecuencia que los
de anorexia, a la ingesta de alcohol (20% de los casos), drogas (28%), robos
(12%), auto mutilaciones (9%) e intentos de suicidio (23%) 2.
Desde el punto de vista psicoanalítico debemos señalar que la
clasificación de la anorexia y la bulimia como trastornos del
comportamiento alimentario, tal como se las presenta en el DSM IV, conduce a
un doble error que cierra las puertas a todo intento de comprender lo que está
en juego en estos casos. Por un lado, presupone que el TCA es una entidad
nosológica per se, en tanto que la
clínica y la investigación psicoanalíticas ponen de manifiesto que se trata de
un síntoma o conjunto de síntomas (síndrome) que se pueden desarrollar en diversos cuadros psicopatológicos y en
diferentes estructuras de personalidad. Todos los autores consultados
consideran que estos trastornos son, por decirlo así, transestructurales y
transnosográficos 3, es decir, no remiten a una categoría diagnóstica ni a una
estructura específicas, sino que se trata de un síndrome que da cuenta de una
problemática psicopatológica que es necesario comprender como proceso; por otra parte, pueden ser más o menos masivos y transitorios. Debemos
notar, sin embargo, que suelen presentarse en personalidades histéricas u
obsesivas -aunque el síntoma mismo se aproxima a los de carácter histérico;
recordemos que se excluyen de esta categoría diagnóstica los casos en que la
negativa a alimentarse forma parte de un cuadro psicótico - y encubren, en la
mayoría de los casos, cuadros depresivos de diversos grados de seriedad. Por
otro lado, la categoría de TCA sitúa a la anorexia y la bulimia en el plano de
la conducta manifiesta; si las definimos como síntomas, por el contrario,
es porque entendemos que tales trastornos tienen un valor simbólico, es decir,
han de ser descifrados para acceder a la significación que tienen para el
sujeto que los padece.
Al concebir el síntoma como un mensaje cifrado que revela y encubre al
mismo tiempo ciertos deseos, angustias y conflictos de una persona, se hace
necesario recurrir, para acceder al sentido inconsciente del mismo, a las
asociaciones verbales del sujeto, que abrirán el camino a la expresión de
aquello que había sido reprimido. De este modo, el psicoanálisis sustituye la
clínica de la mirada, propia del modelo médico, por la clínica de la escucha:
se ofrece al paciente la posibilidad de hablar, puesto que sólo en
su discurso podrá emerger su propia subjetividad, en la medida en que logre
poner en palabras aquello que se manifestaba como síntoma. En los casos de
anorexia y de bulimia, precisamente, el sujeto y su palabra quedan borrados a
favor de los actos : ingesta de alimentos, rituales relacionados con ella, vómitos, purgas
pasan a un primer plano en su vida; si la atención médica y/o psicológica se
centra en estos actos y se propone conseguir su modificación, dejando de lado
la problemática subjetiva que aquellos manifiestan de manera simbólica, no hará
más que entrar en una lucha con el sujeto que, entonces, se verá obligado a
insistir en sus síntomas como única manera -paradójica por cierto- de afirmarse
y exigir ser reconocido como tal; o bien contribuirá, iatrogénicamente, a
desalojarlo de su posición subjetiva vinculada a su condición de ser hablante
para reducirlo a su existencia orgánica, convirtiéndose en objeto de los deseos e intenciones de los
otros -en este caso, el personal sanitario. La etiqueta diagnóstica suele
ofrecer al sujeto una respuesta y una certidumbre acerca de su propia identidad.
Esta certeza garantizada por el saber médico obtura toda posibilidad de
interrogación y cuestionamiento con respecto a su ser y a su deseo que, como
veremos más adelante, es lo que está en juego en estos casos.
Es importante subrayar que la concepción del síntoma como sustituto de
aquello que no se puede poner en palabras no supone que haya un significado
único y común a todas las personas que lo padecen sino que, por el contrario,
es necesario buscar su significación en cada caso puesto que es el resultado de un proceso singular: la historia de las
relaciones intersubjetivas en cuyo seno se constituyó el sujeto. En
consecuencia, podemos decir que la anorexia y la bulimia tendrán tantos
sentidos diferentes como pacientes aquejados por ellas nos dispongamos a
escuchar. Sin embargo, intentaremos esbozar algunas generalizaciones -siempre
parciales y provisorias- a partir de nuestras observaciones clínicas 4.
Los estudios epidemiológicos -como ya he señalado- revelan un aumento
impresionante en la incidencia de estos trastornos en el mundo occidental
durante los últimos veinte años. En la medida en que afectan al cuerpo de las
pacientes, responden a una compleja problemática subjetiva y han adquirido un
carácter de "epidemia" que los convierte en una cuestión social
relevante al tiempo que pone en evidencia su significación como fenómeno
cultural, exigen un enfoque multidisciplinario que haga posible abarcar sus
diversas dimensiones -biológica, psicológica, familiar y socio-cultural. En
este trabajo me ocuparé de dos de ellas: los ideales propios del imaginario
social vinculados al lugar de lo femenino en la cultura como espacio de
malestar -según los estudios epidemiológicos el 90% de los casos de anorexia se
presentan en mujeres, aunque en los últimos años ha aumentado la incidencia en
varones- y la crisis narcisista de la adolescencia -la sintomatología se inicia
habitualmente en esta etapa de la vida, aunque también van en aumento los
comienzos en edades más tempranas.
La anorexia y la construcción cultural del cuerpo femenino
Los ideales vinculados a la feminidad que dominan lo imaginario social
son responsables, en parte, del malestar femenino en nuestra cultura en tanto
coadyuvan a la subordinación social, legal, económica y familiar de las
mujeres, imponiendo unos modelos de identidad que operan como el lecho de
Procusto: para amoldarse a ellos cada una ha de recortar algo de sí misma, ya
sea que se trate de deseos, necesidades, aspiraciones o potencialidades
personales. La renuncia, represión y alienación que generan esos ideales se
pagan, como ha mostrado Freud, al precio de las neurosis u otras patologías 5.
Desde este punto de vista, la psicopatología sólo se distancia de la psicología normal -en el supuesto de que tal cosa exista-
por una diferencia cuantitativa y no cualitativa: los trastornos de la
alimentación, especialmente la anorexia, nos permiten apreciar, como si se
tratara de una lente de aumento, los conflictos inducidos por los modelos de
identidad femenina -fundamentalmente los referidos a la imagen corporal ideal y
los medios prescriptos para alcanzarla- que dominan en el mundo occidental. Es
decir, existe un continuo entre las exigencias interiorizadas de manera
relativa y con cierta flexibilidad por las mujeres que son consideradas como normales y los efectos devastadores de esas
mismas exigencias asumidas de manera absoluta -tanto que pueden llevarlas a la
muerte, aunque en un número reducido de casos- por las anoréxicas. En este
sentido, el ideal de la esbeltez y las dietas seguidas para alcanzarlo
proporcionan un excelente ejemplo de un valor socialmente aceptado que quizás
no habría sido cuestionado si no mediara su aplicación llevada hasta sus
últimas consecuencias en los casos considerados como patológicos. La anorexia
se presenta, entonces, como emblema de la construcción del cuerpo femenino en
nuestra cultura.
El cuerpo humano no se genera exclusivamente por la reproducción
biológica sino que tiene una historia: no sólo ha sido percibido, interpretado
y representado de diversos modos en distintas épocas sino que también ha sido
vivido de maneras diferentes, se lo ha llamado a la existencia en culturas muy
variadas, ha estado sujeto a un amplio espectro de tecnologías y medios de
control y se ha incorporado a diversos ritmos de producción y consumo y a otros
tantos regímenes de placer y dolor 6.
Las dietas no representan una exigencia cultural reciente. La dietética
griega regulaba la ingesta de alimentos con la finalidad de alcanzar la
moderación y el auto-dominio. En la Edad Media la práctica cristiana del ayuno
buscaba la purificación espiritual y el dominio de la carne. En ambos casos la
dieta era un instrumento para la construcción de un sujeto que buscaba
desarrollar las posibilidades más profundas de la excelencia espiritual. Todas
las religiones rechazan por igual la gula, imagen bíblica del pecado original y
también uno de los siete pecados capitales, y confían en que el ayuno permita
ganar méritos y virtudes, en función de la oposición maniquea del cuerpo animal
y el espíritu consagrado a Dios. No ha de sorprendernos, entonces, que la
bulimia se asocie con un sentimiento de debilidad espiritual y la anorexia con
otro de fuerza. Asimismo, esto nos permitirá comprender a la anorexia como un
intento de escapar a la misma voracidad a la que se abandona el bulímico.
Hacia el final de la era victoriana, quizás por primera vez en el mundo
occidental, las clases medias comienzan a rechazar el alimento en aras de un
ideal estético: ya no se aspira a la perfección del alma, sino que se pretende que el cuerpo se ajuste a una imagen modélica que prescribe determinado peso o forma
física como ideal. Hoy ya no se lucha contra los apetitos o deseos, buscando
sólo el control de los impulsos y la evitación de los excesos, sino que se
combate contra la grasa, la celulitis, la flaccidez. En consecuencia, se
desarrollan numerosas técnicas destinadas a lograr una transformación puramente
física, como las dietas, gimnasias, medicamentos e incluso intervenciones
quirúrgicas.
Sin entrar en la cuestión de la explotación industrial de estas técnicas
y los intereses económicos que están en juego, debemos señalar que al mismo
tiempo que aumenta la incidencia de los trastornos de la alimentación surge la
preocupación por los casos extremos de quienes han llegado a obsesionarse o han
ido demasiado lejos en el intento de hacer coincidir su cuerpo con la imagen
ideal. Así, proliferan en la actualidad los libros y artículos sobre la bulimia
y la anorexia nerviosa junto a las advertencias contra los riesgos de las
dietas líquidas, la gimnasia compulsiva, la cirugía de estómago y de reducción
de grasas y la liposucción. Pero aunque estos excesos son percibidos como
patológicos, la preocupación por la gordura y la dieta no sólo responde a la
norma sino que funciona, como ha observado Susan Bordo utilizando conceptos de
Foucault, como una poderosa estrategia de normalización, que busca la
producción de cuerpos dóciles , capaces de auto-control y de auto-disciplina, dispuestos a
transformarse y a mejorarse al servicio de las normas sociales y,
fundamentalmente, de las relaciones de dominio y subordinación imperantes 7. Es
decir, las representaciones del cuerpo (científicas, filosóficas, estéticas),
en función de los efectos performativos de los discursos que las articulan,
operan como regulaciones prácticas que no sólo modelan sino que tambiénconstruyen el cuerpo viviente. Foucault afirma, al referirse a la auto-disciplina,
que el poder no necesita emplear la violencia física para imponer sus reglas;
le basta con una mirada vigilante que cada individuo
llega a interiorizar, de modo que acaba por controlarse a sí mismo. Y, en la
medida en que las mujeres están más intensamente sujetas que los hombres a este
tipo de control -en razón de su subordinación social y familiar-esta maquinaria
normalizadora reproduce, al mismo tiempo, la codificación cultural de las
diferencias y relaciones de poder entre los sexos. De este modo, las
disciplinas de la dieta y el ejercicio, que surgen de las prácticas normativas
de la feminidad en nuestra cultura -a las que simultáneamente reproducen-,
preparan al cuerpo femenino para la docilidad y la obediencia. No obstante, las
mujeres experimentan estas mismas prácticas como fuentes de poder y de control
en tanto las perciben como medios para alcanzar la belleza, la aceptación
social, laboral y sexual; en suma, la posibilidad de influir en los otros: como
afirmaba Foucault, el poder y el placer no son excluyentes. La anorexia, en
consecuencia, expresa una paradoja: se trata del deseo de controlar el cuerpo -cuando
es imposible controlar alguna otra cosa- y de lograr la autonomía -no depender
de nada ni de nadie- pero el control acaba por escapar al control y debilita
tanto a quien la padece que debe ser hospitalizada y pasa así a depender
totalmente de los otros 8.
Si la forma esbelta, delgada pero firme, ha llegado a imponerse como
modelo estético dominante en nuestra cultura, es porque representa una solución
de compromiso entre exigencias contradictorias y porque permite acallar la
angustia que genera el cuerpo, su realidad siempre inaprensible, sus
exigencias, sus limitaciones que obstaculizan los proyectos humanos, su
relación significante con la muerte, tanto en el sujeto que se encarna en él
como en el cuerpo social , cuyas debilidades también representa 9.
La compulsión a amoldar el propio cuerpo a una imagen y el rechazo a las
carnes que desbordan el límite ideal -ya no se trata de corregir un peso excesivo sino de hacer entrar el cuerpo
en los contornos de una forma imaginaria- dan
cuenta de la angustia, individual y social, ante el fantasma de una
corporalidad identificada con deseos, apetitos e impulsos incontrolables. El
cuerpo se convierte en metáfora de la exigencia pulsional, que amenaza al
sujeto poniendo permanentemente en cuestión su supuesta identidad y lo obliga a
reconocer, paralelamente a su corporalidad, su falta de ser y su
desconocimiento de sí mismo. El cuerpo representa, de este modo, un doble
problema: para el sujeto mismo, que sólo vive encarnado en una materia que, sin
embargo, le parece ser exterior y ajena a su subjetividad; para la cultura, que
sólo puede persistir y transmitirse a través de una sucesión de generaciones de
individuos cuyos cuerpos nunca pueden ser completamente controlados. En este
sentido Mary Douglas, para quien el cuerpo es una forma simbólica y puede
funcionar como metáfora de la cultura, ha observado que la inquietud que lleva
a mantener unos límites corporales rígidos y que se manifiesta, por ejemplo, en
rituales y prohibiciones concernientes a las excreciones corporales y a las
delimitaciones entre el interior y el exterior del organismo, se hace más intensa y evidente en las sociedades o en los
períodos históricos inestables. Los bordes del cuerpo pasan a representar las
fronteras sociales. De este modo, el control rígido de los cuerpos, el dominio
de los deseos, responde al intento de regular en el organismo del individuo las
inestabilidades o transformaciones que amenazan al cuerpo social 10.
No es extraño entonces que la angustia ante los apetitos incontrolables
de las mujeres se intensifique en períodos en que aquellas adquieren una mayor
independencia y se manifiestan en el espacio público, tanto social como
político. Así, en la segunda mitad del siglo XIX, paralelamente a la primera ola del feminismo, se produjo una
proliferación de imágenes femeninas oscuras, peligrosas y malvadas en el arte y
la literatura. En ningún otro momento se representó a la mujer de manera tan
coherente, programática y desnuda como vampiro, castradora o asesina 11.
Asimismo, el siglo XIX se destacó por la obsesión por la sexualidad -en
especial la femenina- y su control médico. El tratamiento para la excitación sexual excesiva incluía la aplicación
de sanguijuelas en el cuello de la matriz, la clitoridectomía y la extirpación
de los ovarios 12. En esa misma época se puso de moda un corsé más ajustado que
nunca: mientras las sufragistas trabajaban por la emancipación legal y política
de las mujeres, la moda y la costumbre las aprisionaban físicamente más de lo
que jamás lo habían hecho 13. Así, por ejemplo, un anuncio de 1878 afirma que
el corsé es "el monitor siempre presente de una mente bien disciplinada y
de sentimientos bien regulados" 14. Por otra parte, a la imagen de una
mujer peligrosa, insaciable y agresiva le responde una feminidad ideal, purgada
de todos los aspectos amenazadores, que desempeña un papel importante en el
mantenimiento de las relaciones de poder entre los sexos: la doctrina
científica oficial -en la voz de Krafft-Ebing, por ejemplo-proclamaba que la
mujer carece de deseos sexuales, lo que se articula perfectamente con el tema
moral de la mujer como ángel del hogar.
La literatura de la época da cuenta de una estética de la delgadez, la
debilidad y el hambre prototípica de las heroínas victorianas: algunas recurren
a la negación de su cuerpo para manipular a las familias, como las anoréxicas;
también, como ellas, comen a escondidas; preparan los alimentos para los demás
pero nunca los prueban. Otras enferman misteriosamente entre el momento crítico
de la admisión de sus sentimientos y la declaración amorosa del héroe. El
primer signo de esa enfermedad es generalmente el rechazo de la comida y se
presenta, como en la anorexia, en el momento en que la heroína debe reconocer
su propia sexualidad: castiga así, al mismo tiempo, a su cuerpo por sus deseos
inaceptables y a su entorno por no reconocerlos 15.
En una época como la nuestra, marcada por el cuestionamiento de las
identidades sexuales de hombres y mujeres, y la transformación de las
categorías y relaciones genéricas, no nos sorprende que tengan tanto auge
técnicas que intervienen con violencia en los cuerpos femeninos -además de los
estereotipos que constituyen un poderoso instrumento ideológico para contener
los apetitos femeninos, como la noción de que las mujeres prefieren cuidar y
alimentar a los otros más que a sí mismas.
Esta intervención puede tener fines aparentemente opuestos: garantizar su
función procreadora, como sucede en el caso de las técnicas de reproducción
asistida, o consolidar una forma ideal que define a la feminidad no maternal,
cuando se trata de la estética corporal 16.
Peter Gay sugiere que estos ideales son producto de una reacción al
peligro de que se produzcan modificaciones en las relaciones establecidas entre
los sexos; aunque -debemos añadir- no actúan sólo desde el espacio social y
cultural sino que son interiorizados de modo que llegan a operar desde el ideal
del yo de las mujeres. El lúcido análisis de John Berger permite apreciar la
identificación de la mujer con la mirada masculina, con la consiguiente
división subjetiva. Berger afirma que las mujeres están ahí para satisfacer un
apetito ajeno pero no para tener uno personal; el deseo de ser reconocidas como
deseables contribuye a que se configuren como objetos para ser consumidos por
los otros más que como sujetos de un deseo propio. Los hombres miran a las
mujeres y éstas observan cómo son miradas, lo que determina no sólo la mayor
parte de las relaciones entre hombres y mujeres sino también la relación de la
mujer consigo misma: el observador existente en la mujer es masculino, en tanto
que la observada es femenina. Al experimentar su propio cuerpo como si fueran
los observadores masculinos de sí mismas, se transforman en un objeto, en
particular en un objeto visual 17.
Robert Crawford señala que en la sociedad industrial post-capitalista
las contradicciones estructurales de la vida económica producen exigencias
agonísticas en la personalidad. En tanto productores, debemos ser capaces
de reprimir y diferir la gratificación inmediata de nuestros deseos para
cultivar una ética del trabajo; en tanto consumidores, servimos al sistema
a través de una capacidad ilimitada de capitular ante el deseo y ceder a los
impulsos, abandonándonos a una satisfacción constante e inmediata, consumiendo
los productos industriales que nos prometen la plenitud y la felicidad. Debemos
consumir, lo que exige ceder continuamente a la tentación pero al mismo tiempo
se censuran los excesos que podrían llevar, a la larga, a anular nuestra
capacidad productiva 18. No podemos dejar de mencionar, aunque no entremos
ahora en ello, la situación de las grandes mayorías que enfrentan un problema
diferente, al tener que convivir con el incesante estímulo consumista y la
carencia de recursos económicos, fuente de un malestar que se suma al derivado
de la imposibilidad de satisfacer las necesidades humanas más elementales.
Esta contradicción, que nos divide al situarnos al mismo tiempo en dos
posiciones incompatibles, se articula con los antagonismos intrapsíquicos que
escinden nuestra subjetividad: exigencia pulsional e imposibilidad de hallar un
objeto adecuado y definitivo (lo que nos encadena al consumismo, que ofrece
siempre nuevos objetos que prometen el acceso al goce, uniendo asintóticamente
el placer libidinal objetal y la satisfacción narcisista); falta de ser e
imposibilidad de prescindir de una identidad que no puede sino ser ilusoria, en
tanto nos proporciona una imagen de unidad y plenitud (lo que nos conduce a
demandar lo que nos ofertan, que no es meramente un objeto sino que representa
la esperanza de ser alguien que, además, tiene poder) 19. Según Susan Bordo, el cuerpo esbelto codifica la idea tantálica de una
persona auto-regulada en la que todo está en orden a pesar de las contradicciones de la cultura y, debemos añadir, pese a
su propia escisión como sujeto deseante. Así, el carácter problemático de la
estructura social, articulado a las incertidumbres propias de nuestra condición
de sujeto hablante, acaba por inscribirse en el cuerpo. La bulimia se
configura, desde esta perspectiva, como una contradicción moderna de la
personalidad que expresa explícitamente el desarrollo exagerado del hambre de
consumo irrestricto (orgías de ingesta incontrolada de comida), que coexiste en
una tensión inestable con la exigencia de sobriedad y la necesidad de purgación
(vómitos, ejercicios físicos compulsivos e ingesta de laxantes).
La misma oposición se inscribe en la aparente paradoja del aumento
simultáneo de la obesidad y de la anorexia. Si la bulimia encarna la doble
exigencia del capitalismo consumista, la anorexia y la obesidad representan
otros tantos intentos de solución de la contradicción, cada uno de los cuales
se sitúa en uno de los polos de la misma. La obesidad podría entenderse como
capitulación ante el consumo, basada en la creencia en la promesa de saciar el
deseo, eliminándolo al identificarlo con la pura necesidad; la disolución del
sujeto en un cuerpo-organismo a través de su absoluta encarnación. La anorexia, en cambio, se asocia a la ética del trabajo que requiere
un estricto autocontrol; el sostenimiento del deseo en una escena ajena a las
necesidades del cuerpo; el intento de salvaguardar la dimensión de sujeto
deseante al desencarnarlo y renegar de su corporalidad. En ambos casos se manifiesta una
resistencia a la norma cultural, que la bulímica, en un movimiento pendular,
cumple al pie de la letra. En los trastornos de la conducta alimentaria se
aprecia, entonces, el esfuerzo por ajustarse al estereotipo de la mujer
atractiva y, al mismo tiempo, el rechazo de ese estereotipo. En la anorexia, de
manera paradójica, se sacrifica el cuerpo para aproximarse al ideal y
simultáneamente se ataca y destruye ese ideal al ofrecer una parodia de la
demanda social de delgadez, que imita y ridiculiza a unos modelos imposibles.
El cuerpo esbelto es, sobre todo, un ideal femenino, así como los
trastornos de la alimentación predominan entre las mujeres. Susan Bordo ha
observado que si la esbeltez contemporánea representa un correcto control del
deseo, su significación está sobredeterminada porque el hambre ha sido siempre
una metáfora cultural de la sexualidad, el poder y el deseo femeninos: desde la
diosa Kali, sedienta de sangre que, en una de sus representaciones, aparece
devorando sus propias entrañas, pasando por las brujas del siglo XV, descritas
como voraces e insaciables, hasta las representaciones de las mujeres como
seres dominados por sus emociones, sometidas a sus caprichos y, en suma, más
ligadas por su corporalidad al reino de la naturaleza que al de la cultura. Es
fácil apreciar que las anoréxicas se auto contemplan con una mirada vigilante y
acusadora por cuanto se encuentran habitadas por una representación de sí
mismas como hambrientas, insaciables y descontroladas, al tiempo que intentan
desesperadamente alcanzar el ideal de control y eliminación de sus deseos
sexuales, expresados en el lenguaje de la pulsión oral.
En las culturas patriarcales, la regulación del deseo femenino
constituye un problema: los deseos femeninos son otros, misteriosos, amenazantes. Esta imagen de la mujer deviene más
problemática, como ya he señalado, en períodos de transformación de las
relaciones establecidas entre los sexos. A medida que proliferan las
representaciones terroríficas de la mujer insaciable -sobre todo en la segunda
mitad del siglo XIX- adelgaza la imagen del cuerpo femenino, haciéndose más
semejante a la de una niña o un adolescente. Pero la representación andrógina
de la mujer no sólo tiende a apaciguar la inquietud que suscita lo imaginario
colectivo con respecto a los deseos femeninos, sino que también asume una
significación aparentemente contradictoria, que puede explicar su atractivo
para las mujeres mismas: les ofrece una imagen diferente de la del cuerpo
maternal asociado a su destino reproductor. A la representación pasiva de la
feminidad, la anoréxica -que no se contenta con ser deseable sino que aspira también a ser deseante- opone una actitud activa de control, culturalmente asociada a la
masculinidad, lo que le permite integrar lo femenino y lo masculino en un ideal
andrógino.
La contradicción se pone de manifiesto, además, por cuanto la anoréxica
controla y rechaza la comida para satisfacer el estereotipo de la mujer
atractiva, para lograr la aceptación de los otros como objeto sexual pero,
simultáneamente, niega y denuncia ese estereotipo: trata de lograr la belleza y
se convierte en parodia de la demanda social de esbeltez; imita y se burla a un
tiempo del modelo, intentando recuperar su autonomía en el acto de
transformarse imaginariamente en su propia consumidora 20. De este modo, se
niega a aceptar la representación de la mujer asociada a lo corporal, a la
carne; su cuerpo consumido representa el rechazo de la imagen social de la
sexualidad femenina. La paradoja es, una vez más, que la pretendida huida de la
carne la vuelve a conducir a la obsesión por la carne.
Fraad habla de una exigencia triplemente contradictoria que se impone
mediáticamente a las mujeres en la actualidad: l. Que sean
"femeninas" y se centren en el ámbito doméstico en una sociedad en
que las necesidades se perciben como una molestia; 2. Que se centren en la
competencia y el rendimiento en los ámbitos social y político en los que actúan
con desventaja; 3. Que se centren en el sexo y sean atractivas en un espacio
publico en que esa actitud entraña riesgos 21.
En oposición a la definición del cuerpo femenino como un organismo
biológico que debe realizar sus funciones reproductoras, para lo cual es
necesario que el sujeto normalice su deseo, estamos en presencia de una imagen
estética que el sujeto debe colocar en el lugar de su ideal del yo; en ambos
casos se trata de construcciones discursivas que lo despojan de sus referentes
subjetivos al ignorar la dimensión del deseo inconsciente que nos exige tomar
en consideración la singularidad. La patología de la alimentación, en sus
diversas formas, pone de manifiesto que el cuerpo es un escenario en el que se
desarrolla el drama del sujeto: sólo puede reconocerse en los significantes
propios de un orden simbólico que no puede constituirlo como humano sin
alienarlo; sólo puede dar cuenta de su experiencia corporal a través de un lenguaje
y de unas imágenes que mediatizan su relación singular con su propio cuerpo.
Anorexia, bulimia y crisis narcisista de la adolescencia
La problemática de los trastornos de la alimentación se despliega en el
cuerpo de una manera multidimensional: en tanto síntoma, se aproxima a la
conversión histérica por cuanto se activa en el espacio físico aunque remite a otra escena, creando un nuevo cuerpo en el cuerpo 22. Además, se
produce uncortocircuito de la representación,
que desencadena procesos fisiológicos que, a su vez, tendrán efectos psíquicos
23. Es por eso que, si la histeria se contenta con producir una anatomía
imaginaria, aunque ésta afecte a sus funciones, en la anorexia el cuerpo se ve
comprometido en su dimensión real -en este sentido, se trata de una patología psicosomática de alto riesgo. Es decir, no sólo se
presenta como escenario en el que se juegan conflictos que no se pueden expresar
de otro modo, que no acceden al discurso del sujeto, sino que éste interviene en su cuerpo (dietas,
purgas, vómitos) -y, en este sentido, se trata de una patología del acto : se hace lo que no se puede decir.
Podemos afirmar, con Lacan 24 que no nos hallamos ante cuerpos hablantes sino ante sujetos hablados por el cuerpo. Así, por ejemplo,
observamos que el discurso de las pacientes está centrado en la nutrición:
cantidad y calidad de alimentos ingeridos o evitados, peso, dietas, etc. Esto
facilita que el médico, ante una situación enigmática e inquietante, capaz de
despertar tanto la fascinación como el horror, se sienta obligado a intervenir,
es decir, a actuar en el plano orgánico -por otro lado, su formación no suele
proporcionarle otro tipo de recursos- manteniendo así la relación subvertida
entre el sujeto y su cuerpo, en la que el síntoma se ha escondido en lo real
del cuerpo emaciado. Pero está claro que, aunque el drama se despliega en el
cuerpo, lo que está en juego desde el punto de vista del sentido no es el
organismo biológico sino la subjetividad alienada en él; para que ésta pueda
emerger en la palabra es necesario no actuar sino escuchar.
El hecho de que la edad de comienzo de los TCA sea la adolescencia (se
han observado dos momentos privilegiados de comienzo: la pubertad y en torno a
los 18 años, cuando se acaban los estudios secundarios) nos lleva a pensar que
existe alguna relación entre el síntoma y la crisis que se experimenta de
manera privilegiada -al menos en la cultura occidental- en este momento de la
vida, así como su mayor incidencia entre las mujeres nos condujo a considerar
su relación con la construcción del cuerpo femenino en la cultura. En efecto,
la comprensión de los trastornos de la alimentación no se agota, de ninguna
manera, con la referencia a los efectos subjetivos de los ideales estéticos de
la figura femenina. Aunque éstos desempeñan, evidentemente, un papel
importante, no nos permiten entender por qué no todas las mujeres sufren su
impacto de la misma manera; para orientarnos en esa dirección es necesario
explorar la dimensión intrasubjetiva, fundamentalmente en lo que respecta a la
peculiaridad de los procesos adolescentes. Mi hipótesis, en este sentido, es
que los trastornos de los que nos estamos ocupando corresponden a un fracaso en
la resolución de la crisis adolescente, de modo que hemos de analizar esa
crisis con algún detalle. Quiero aclarar ante todo que entiendo que la
adolescencia no es meramente una etapa evolutiva sino que está marcada por el
enfrentamiento del sujeto con las coordenadas básicas de nuestra existencia: la
sexuación y la mortalidad. En consecuencia, la resolución de la crisis sólo
puede ser parcial y relativa, puesto que la angustia, la incertidumbre y la
herida narcisista que derivan del reconocimiento de aquellas coordenadas
estarán presentes a lo largo de toda nuestra vida, aunque generalmente de
manera más atenuada o bien encubiertas por las máscaras de la adultez y la
madurez 25.
Freud observaba que en la pubertad, en virtud del segundo florecimiento
de la sexualidad desencadenado por la maduración gonádica, se produce una
reedición del complejo de Edipo que sólo se resuelve mediante la intervención
definitiva e inexorable del tabú del incesto ("exigencia civilizadora que
actúa especialmente en el adolescente"), que conduce a la ruptura
generacional y a la liberación de la autoridad de los padres 26. El pasaje por
la situación edípica hace posible la articulación simbólica de la diferencia
entre los sexos y la diferencia entre las generaciones. Pero la metamorfosis corporal que se
produce en este momento supone, desde el punto de vista pulsional, una
excitación somática difícil de procesar psíquicamente. Esto genera una intensa
angustia y evoca, al mismo tiempo, los fantasmas y recuerdos de carácter
libidinal referidos a la sexualidad infantil pregenital. De modo que la
modificación corporal despierta, y se convierte en representante de, fantasías
inconscientes en las que se articula el deseo; simultáneamente, aquella
transformación produce una herida narcisista que afecta al yo o, en su caso,
revela en este momento su fragilidad. Esto conduce a apartar la libido de los
objetos y retornar al autoerotismo que proporcionó la satisfacción sexual en la
infancia. Este redescubrimiento del cuerpo lo sitúa en primer plano, en el
centro de las preocupaciones del sujeto, al tiempo que el yo, que es entre
otras cosas un yo corporal, sufre a su vez una serie de transformaciones,
especialmente en lo que respecta a la imagen de sí, que se viven como pérdidas:
- La pérdida de la imagen de sí mismo que se había elaborado en la
infancia y alcanzado cierta estabilidad en el período de latencia: los
adolescentes observan en el espejo una figura transformada, que no coincide con
su auto-representación y genera la experiencia de extrañamiento con respecto a
su cuerpo.
- La pérdida de la representación narcisista del niño o niña ideal, es
decir, sin carencias, ajena al reconocimiento de la castración, la sexuación y
la mortalidad, reconocimiento que dará lugar a una profunda herida narcisista.
- La pérdida de la figura de los padres como soporte del ideal del yo
infantil (en función, precisamente, de la ruptura generacional asociada a la
instauración del tabú del incesto), que relanza la dialéctica
identificación/separación, en tanto le hace revivir el drama de la separación
originaria, de la decepción inicial consecutiva al desprendimiento irreparable
del otro.
Estas transformaciones ponen en cuestión la organización del esquema o
imagen corporal, resultante de la identificación narcisista con la forma
corporal del otro establecida en el estadio del espejo y punto de partida, a su
vez, de la unidad fantasmática del yo, frágil pero necesaria. Este yo, tal como
afirma Freud, ha sido en su origen un yo corporal, la proyección de la
superficie del cuerpo 27.
Por todo ello podemos concebir la crisis de la adolescencia como crisis
narcisista y aproximarnos desde esta perspectiva a la problemática
intrasubjetiva de la anorexia, que se presenta entonces, en una de sus
dimensiones, como una patología del narcisismo. Pero veamos primero algunas características de esta crisis, que se
despliega tanto en el terreno de la pulsión sexual como en el del narcisismo,
el yo corporal y el goce mortífero asociado a la liberación de la pulsión de
muerte.
Ante todo, se aprecia un retraimiento de la libido, que se aparta de las
representaciones de personas y cosas del mundo exterior para orientarse hacia
el propio yo. Este proceso, necesario e importante para la reestructuración
psíquica del sujeto, suele desarrollarse en una etapa transitoria a partir de
la cual libidinizará nuevos objetos, ajenos a la constelación edípica; sin
embargo, se puede producir un estancamiento en la posición narcisista con el
consiguiente peligro de desequilibrio y regresión. Manifestaciones clínicas del
retraimiento libidinal son, por ejemplo, los frecuentes trastornos orgánicos
que se presentan en este momento de la vida, así como la alteración del ritmo
del sueño, las preocupaciones hipocondríacas y la actualización de algunas
características de la vida anímica infantil, como la omnipotencia de las ideas
o la sobreestimación del poder de los propios deseos. Cuando esta
"megalomanía" fracasa, como consecuencia de la confrontación entre el
yo real y el yo ideal, suelen generarse cuadros depresivos.
La resolución de esta crisis se produce a través del reencuentro con el
Otro, en tanto puede ser reconocido en un plano simbólico, como objeto del
deseo, lo que supone la aceptación de que no se lo puede tener -como se creyó haber poseído alguna vez
a los objetos de la infancia- sino encontrar. Es decir, al
ingresar en el orden del intercambio se anula el circuito cerrado del
narcisismo y no sólo el Otro sino el propio sujeto llega a significarse de
manera simbólica, mediante la identificación con los emblemas que orientarán su
identidad adulta y sexuada. Sin embargo, el narcisismo marca el tipo de
elección de objeto que realiza inicialmente el adolescente de ambos sexos. En
un primer momento, el objeto erótico se escoge conforme a su propia imagen, de
modo que la elección es de carácter homosexual, ya sea consumada como tal a
través de juegos sexuales o sublimada en la relación con el amigo o amiga
íntimos en los que se proyecta el yo ideal infantil que el sujeto ya no puede
sostener. Luego, cuando se produce la elección heterosexual, observamos las
huellas del narcisismo en la idealización de la pareja, a quien se coloca en el
lugar del yo ideal perdido. Desde este punto de vista, se trata de subsanar la
ruptura narcisista ocasionada por la pérdida de la bisexualidad imaginaria de
la infancia: lo femenino en el caso del varón y lo masculino en el de la mujer
se recuperan, también imaginariamente, en la relación con el otro
sobrevalorado. De este modo, el otro representa aquello que completaría
imaginariamente al sujeto, encubriendo así la castración que supone nuestra
realidad corporal monosexuada.
La crisis narcisista incluye también una amplia problemática referida a
la autopercepción puesto que en la adolescencia "normal" es frecuente
encontrar una distorsión -mayor o menor- de la imagen de sí mismo: la imagen
corporal que devuelve el espejo no corresponde a la auto-representación
estructurada a lo largo del período de latencia, por lo que se experimenta al
cuerpo como ajeno y desconocido. En casos extremos -como sucede en la anorexia-
la distorsión producida por la impronta del cuerpo fantasmático en el cuerpo
real puede llegar a configurar un verdadero delirio corporal.
Freud afirmaba que el punto más espinoso del sistema narcisista
corresponde a la creencia en la inmortalidad del yo; la imposibilidad de
seguir afirmándola impone el reconocimiento de la finitud de la existencia 28.
En consecuencia, el reconocimiento de la sexuación -renuncia a la bisexualidad
imaginaria e interrogación acerca de la propia identidad sexuada- y el de la
mortalidad -renuncia a la inmortalidad- son, en cierto modo caras de la misma
moneda. Parte importante de la psicopatología específica de la adolescencia
-tal como sucede en las anorexias y bulimias- se vincula con la imposibilidad
de asumir esta doble herida narcisista y a las correspondientes operaciones
defensivas con las que se intenta neutralizarla.
Debemos mencionar, aunque sólo sea brevemente, que esta problemática
afecta también a los padres de un hijo o hija adolescente. Por un lado, la
transformación corporal de los jóvenes cancela la imagen del niño o niña maravillosos que sostiene una
representación narcisista primaria; en efecto, en la economía libidinal
parental los hijos se sitúan como prolongación y último reducto del narcisismo
de los padres, de modo que el nuevo individuo queda asociado al destino
psíquico de otros. Por otro, la necesaria separación del hijo o hija amenaza
con la disolución de la familia, lo que sugiere el carácter temporal de las
instituciones y las vidas humanas; en última instancia, la mortalidad. En
términos generales, para comprender las anorexias y bulimias es imprescindible
investigar su compromiso con la estructura familiar, ya que si el síntoma
revela y encubre al mismo tiempo el enfrentamiento del sujeto que lo padece con
unas coordenadas existenciales que despiertan angustia y son difíciles de
aceptar, cumple también una función similar para sus padres o al menos alguno
de ellos. En muchos casos de bulimia es fácil apreciar que el cuerpo de la
hija, investido narcisísticamente de una manera ambivalente -idealización y
hostilidad- encarna el objeto de un duelo imposible de la madre. Esto nos
permite entender la frecuente complicidad de los padres con un síntoma que
pretenden reducir pero que, inconscientemente, contribuyen a perpetuar.
En consecuencia, la angustia específica de la adolescencia no se refiere
sólo a la reedición del conflicto edípico con su correlato, la castración y la
consiguiente separación de los objetos originarios, sino también a los procesos
relacionados con la transformación de la propia imagen. Como consecuencia del
derrumbe narcisista se produce, empleando un concepto de E. Lemoine 29, una
verdadera partición: la pérdida imaginaria de una parte de sí mismo, vivida
como una mitad, es decir, la pérdida de sí mismo en tanto unidad imaginaria. Es
posible situar esta partición imaginaria en cuatro dimensiones de significación
(de acuerdo con las pérdidas a las que ya me he referido anteriormente):
- Ruptura del vínculo con la madre, soporte de la posición narcisista
del sujeto en su infancia, en tanto constituía con ella una célula autosuficiente
y ocupaba el lugar del objeto de su deseo (a esto nos referimos al hablar de
reedición del complejo de Edipo).
- Pérdida del yo corporal, debido a la metamorfosis puberal.
- Pérdida de la bisexualidad imaginaria, es decir, del otro sexo negado
por la realidad anatómica. Si en el plano pulsional aquélla se experimenta como
castración, en lo que concierne a la imagen corporal y a la identidad del yo se
presenta como partición, en tanto es necesario renunciar a la otra mitad, de la
que se podía disponer imaginariamente en la infancia.
- Culminación de la diferenciación entre el yo actual y el yo ideal
(hablamos siempre en términos relativos, ya que la discriminación total nunca
se acaba de alcanzar); la libido que ocupa la representación del yo ideal en la
posición narcisista se desplaza al ideal del yo. En la medida en que la
partición se experimenta como un desdoblamiento, se intenta restaurar el
narcisismo perdido mediante la relación con objetos que operan como un doble del sujeto por cuanto representan al
ideal y asumen tanto el antiguo vínculo con la madre como la bisexualidad. Este
objeto ocupa el lugar de la imagen especular y responde al desdoblamiento
narcisista de la propia imagen.
Es posible observar una gradación en el pasaje del yo ideal al ideal del
yo en función de los objetos que va libidinizando el adolescente en el intento
de restituir su narcisismo, aunque esta vez de un modo simbólico que requiere
una diferenciación cada vez mayor: el diario íntimo, el amigo o amiga íntimos
(del mismo sexo que el sujeto), un sustituto del objeto parental idealizado
(ídolos juveniles) y, finalmente, el compañero heterosexual. En estas
condiciones, lo que se ama, según Freud, es aquello que posee -supuestamente-
la perfección que le falta al yo para alcanzar el ideal. Es decir, se ama una
imagen de algo que se cree haber poseído y perdido: el yo ideal, que ya no
puede sostenerse ante la confrontación con la realidad, es sustentado por otro;
cuanto más valioso sea este otro, tanto más valioso resultará el propio yo; de
este modo, recupera su condición ideal mediante un rodeo 30.
En suma, el niño o niña debe desprenderse de las identificaciones con
sus padres, tanto primarias, es decir, generadas a partir de la posición
narcisista infantil -en la que el yo ideal corresponde al deseo de los padres,
para quienes funciona inicialmente como espejo participando así en la
organización narcisista parental-, como secundarias o postedípicas -que a
diferencia de las anteriores son parciales e incluyen, fundamentalmente, la
asunción de los modelos de la masculinidad y la feminidad. Los conflictos de
los adolescentes con sus padres constituyen un signo de este proceso de
diferenciación que es esencial en la estructuración del sujeto. Es en este
sentido que Lacan habla de la alienación (identificación fusional con el otro)
y la separación como momentos fundantes en la génesis del sujeto deseante. En
consecuencia, la nueva identidad que se configura en la adolescencia no es una
mera síntesis o integración de las identificaciones infantiles, como se suele
decir, sino que consiste, esencialmente, en la destrucción de aquellas. Por
eso, en la medida en que se establece sobre la base de la separación y la
partición, podemos decir que no hay identidad sino imaginaria: puesto que implica
separación, no hay identidad con el otro; en tanto supone partición, no hay
identidad consigo mismo 31.
Como ya he sugerido, todo aquello que se pierde en la crisis narcisista
de la adolescencia se elabora a través del fenómeno del doble, cuya función es,
precisamente, restaurar el narcisismo herido. Es así que encarna el pasado
(todo lo que se ha perdido) y representa, al mismo tiempo, una recuperación
imaginaria del yo inmortal: la idea de la mortalidad se niega mediante una
duplicación del yo 32. Este doble del adolescente (producto del cuadruple
desdoblamiento ya mencionado) constituye su verdadero objeto, casi a la manera
de un objeto transicional o principio organizador. Aunque podrá encarnarse en
el diario íntimo, el amigo o amiga, el ídolo o la pareja, el doble se
significa, fundamentalmente, en la imagen especular, en el reflejo del propio
cuerpo. Por un lado, la pérdida del cuerpo infantil enfrenta al adolescente con
la sombra del cuerpo -en términos de E. Lemoine-, es decir, con su densidad: no es
una mera imagen sino que tiene, por lo menos, tres dimensiones; es un cuerpo
sexuado, pulsional, marcado por la falta y el deseo. Por otro lado, aunque en
estrecha relación con lo anterior, el cuerpo es el referente del proceso de
simbolización, cuyo fracaso se traduce en fenómenos de fragmentación,
despersonalización o desdoblamiento. Un ejemplo de ello es la disociación entre
el sujeto y su cuerpo -como objeto desubjetivizado- en la anorexia y la
bulimia.
El doble es, entonces, un producto de la disolución de la identidad
infantil, cuestionada por las transformaciones corporales que exigen el
reconocimiento de la sexuación y la mortalidad. En tanto tal, cumple una
función defensiva contra la despersonalización aunque, al mismo tiempo,
representa una amenaza para la integridad del sujeto por cuanto encarna el amor
narcisista al propio yo y todo aquello que el sujeto rechaza porque no lo puede
asumir. El complejo proceso de salida de esta coyuntura comprende la asunción
del cuerpo real monosexuado y mortal, que conduce a la sustitución del yo ideal
por el ideal del yo -femenino o masculino, en concordancia o no con el sexo
anatómico-, la remodelación de la imagen del cuerpo, producto de la
articulación de la identificación imaginaria narcisista, la libidinización y la
potencialidad sustitutiva y simbólica del lenguaje, que orienta la
identificación; y la configuración del objeto del deseo -elección de objeto, ya
sea hetero u homosexual. El fracaso de este proceso o conjunto de operaciones
simbólicas se significa en una serie de manifestaciones sintomáticas -que se
pueden entender simultáneamente como patologías del narcisismo y patologías del
acto- destinadas a exorcizar al doble mortífero del adolescente: tal es el caso de los intentos de
suicidio, el abuso de alcohol y drogas, la delincuencia y los trastornos de la
alimentación.
Anorexia y bulimia: el fracaso en la elaboración de la crisis narcisista
de la adolescencia a la luz de la construcción cultural de la feminidad
La clínica psicoanalítica de la anorexia y la bulimia da cuenta de una
problemática similar, lo que era de esperar si se tiene en cuenta que ambos
síndromes se solapan: la bulimia se presenta como subtipo en el 50% de las
pacientes con anorexia; entre las bulímicas, de 25 a 57% tienen una historia
previa de anorexia. En ambos casos el síntoma se sitúa en el eje de la
problemática que al sujeto le plantean el cuerpo y su goce, lo otro en sí mismo
que constituye el inconsciente pulsional. Hilde Bruch en los años cincuenta y
Mara Selvini en los sesenta ya habían aproximado los síndromes de anorexia y
bulimia. Se llegó a considerar a la anorexia como una suerte de organización
reactiva al impulso bulímico y al deseo regresivo de fusión con el objeto
originario. Según B. Brusset, la anorexia es una bulimia virtualizada,
realizada alucinatoriamente de manera subyacente a la sensación de hambre y a
las representaciones alimentarias activadas por la restricción de la nutrición.
Es como si la bulimia se realizara inconscientemente y sus efectos fueran
alucinados en la percepción del cuerpo como lleno y grueso. Una de las formas
más frecuentes en que la anoréxica lucha contra la impulsión bulímica es el
desplazamiento de la libido desde la función de autoconservación hacia la
hiperactividad física, intelectual y social, así como hacia el ideal de la
delgadez. Pero su goce también se genera al hacer el vacío, eliminar, expulsar,
lo que revela la impronta de la pulsión de muerte. Todos los demás deseos se
borran y pierden su efecto sobre el funcionamiento psíquico, que impresiona en
muchos casos por su empobrecimiento y su rigidez 33.
Tanto en la anorexia como en la bulimia se pone en evidencia el fracaso
en el doble proceso de pasaje de la relación de objeto narcisista al reconocimiento
simbólico del Otro que hace posible el encuentro con el objeto diferenciado del
propio yo; y de la identificación primaria que configura al yo ideal -en la
imagen del niño maravilloso, objeto absoluto del deseo de la madre- a la
identificación secundaria constitutiva de un ideal del yo relativamente
autónomo, que sostenga la propia identidad -siempre inestable, fragmentaria,
inacabada. Este pasaje se produce merced a la experiencia del lenguaje, que ha
de articularse con la dimensión narcisista o especular de la identificación
para configurar una imagen corporal localizada en un espacio simbólico. El
fracaso de este proceso libra al sujeto a una lucha a muerte con un objeto que,
aunque ya no se identifica totalmente con él por cuanto ha operado la escisión,
tampoco se puede diferenciar suficientemente de él; esta pérdida insoportable
aproxima la anorexia y la bulimia a la depresión, que muchas veces subyace a
ellas. Freud había observado tempranamente (1895) que "la neurosis
alimentaria paralela a la melancolía es la anorexia. La tan conocida anorexia
nerviosa de las adolescentes me parece representar, tras detenida observación,
una melancolía en presencia de una sexualidad rudimentaria" 34.
En la medida en que no se ha elaborado el duelo de una modalidad de
relación primaria con el objeto, prevalece el principio del placer-displacer
sobre el de realidad. Si en un nivel se observa un modo de funcionamiento
neurótico, en otro encontramos una problemática narcisista ligada a un duelo
imposible de elaborar y a la angustia de separación vivida como pérdida
irreparable. El resultado es, con frecuencia, significar la partición en la
dualidad cuerpo-psiquismo y encarnar el objeto inasimilable en el cuerpo. En
consecuencia, en lugar de utilizar la hostilidad para separarse del objeto el
superyo la dirige contra el yo que, en función de la regresión narcisista,
vuelve a ser fundamentalmente un yo corporal. Es decir, el fracaso del proceso
simbólico de separación mantiene al yo en una fusión imaginaria con el objeto
que se intenta romper mediante el desdoblamiento y la enajenación del propio
cuerpo. En este sentido -hablando en términos generales, puesto que nunca
insistiremos bastante en la necesidad de desentrañar la significación singular
de cada síntoma- la anorexia tendría una doble significación que, en cierto
modo, podríamos calificar de progresiva y regresiva (en términos de Foucault se
trata del par antitético obediencia/resistencia): sustraer el cuerpo -como
significante del yo- a la relación con un otro indiferenciado -la madre que se
ha apropiado imaginaria y a veces realmente del cuerpo de la hija; destruir ese
cuerpo como único medio de provocar una separación o corte simbólico que no se
puede practicar de otro modo y de deshacerse de una feminidad conflictiva. El
anhelo de matar a la hija de la madre tiene necesariamente una connotación
suicida; al exigirse a sí misma el cumplimiento del ideal, la hija se convierte
en un reproche viviente dirigido al otro. Debe quedar claro que la
"protesta" de la anoréxica, como la que entraña el síntoma histérico
clásico, se presenta inscripta en el cuerpo de la joven, lo que no supone
ningún tipo de comprensión social o política por su parte; por el contrario,
los síntomas mismos operan como una barrera que impide la toma de consciencia
de la problemática cultural que los trasciende 35. De este modo, la resistencia
potencial resulta utilizada para el mantenimiento y la reproducción de las
relaciones existentes tanto en el seno de la familia como en la escena social
más amplia.
Como consecuencia del fracaso en la simbolización, el cuerpo real -donde
está enquistada la significación- se convierte en un campo de batalla donde
combaten las pulsiones de vida con las de muerte -el fantasma adolescente de
morir como niño para renacer a la existencia como adulto relativamente autónomo
pasa al acto-; la sexualidad se enfrenta con la autoconservación -se intenta
controlar la angustia que genera el encuentro con la sexuación y la mortalidad
reduciendo a su mínima expresión el cuerpo que las significa-; el yo se opone
al otro -que se presenta como un doble, es decir, como una parte enajenada de
uno mismo. La clínica psicoanalítica de los trastornos de la alimentación nos
permite apreciar el despliegue de este triple conflicto tanto en el terreno de
la sexualidad como en el de la imagen de sí mismo; en términos freudianos, en
las trayectorias de la libido de objeto y la narcisista.
En lo que respecta a la imagen, la anorexia revela su construcción de
acuerdo con un modelo de feminidad que se inscribe en la superficie del cuerpo merced a un doble proceso:
por un lado, se produce una identificación con una imagen de la mujer
culturalmente fetichizada (insistencia en la moda, el maquillaje, los regímenes dietéticos); por
otro, esa imagen está desencarnada, es decir, desprendida de su sensualidad, de sus referentes subjetivos, y
alienada de la materialidad del cuerpo 36. Así, por ejemplo, es frecuente que
las adolescentes aquejadas de anorexia hablen del deseo de "quedarse en
los huesos", eliminando la carne asociada al erotismo. En consecuencia, el
cuerpo real se percibe como algo
separado del sujeto, casi como un "cuerpo extraño" que es necesario controlar e incluso castigar por
su falta de perfección, por su inadecuación a la imagen ideal, precisamente en
la adolescencia, cuando pasa a un primer plano el cuerpo como fuente de desorden. La transformación corporal imprevisible, la menstruación, las primeras
poluciones, el nuevo florecimiento de la sexualidad que marca al organismo como
cuerpo erógeno, como sede del placer y del dolor, la confrontación con la
realidad monosexuada a la que se asocian fantasmas de castración y el
consiguiente intento de negarla sosteniendo las fantasías infantiles de
bisexualidad, dan cuenta de la vivencia de monstruosidad física tan frecuente en la adolescencia y de las dismorfofobias que
caracterizan tanto a la anorexia como a la bulimia.
La búsqueda de la delgadez, identificada con la perfección, tiene
entonces varias vertientes: defensa ante la angustia suscitada por los desórdenes del cuerpo -asociados tanto en lo
imaginario social como en la familia y en la subjetividad de las mujeres,
fundamentalmente, con el cuerpo femenino-, castigo, búsqueda de una identidad
que devuelva la estabilidad perdida. Lo que se suele elaborar es una
pseudo-identidad, en tanto se funda en una sobreadaptación a las expectativas
de los otros: en términos generales, se trata de niñas que han sido
excesivamente responsables, hiperactivas, perfeccionistas y sumisas; en la
adolescencia se someten también a los modelos ideales culturales, los toman
"al pie de la letra", pero los exageran llevándolos hasta sus últimas
consecuencias, en una verdadera parodia que, en tanto tal, deja trascender una
hostilidad sorda -que pasa por la auto-destrucción- y una rebeldía abortada. El
cuerpo desordenado entraña diferentes peligros; algunos de ellos dependen de la
condición humana, como los asociados a la sexualidad, la sexuación, la
castración y la mortalidad, y otros derivan del lugar que la sociedad
patriarcal asigna al cuerpo de la mujer, como la violencia sexual: en muchos
casos, efectivamente, las pacientes han sufrido abusos en la infancia. La
adolescente intenta conjurar estos peligros y la angustia que conllevan
mediante la producción de una figura andrógina y la asunción de unos valores
que tradicionalmente se han codificado como masculinos: auto-dominio, ejercicio
de la voluntad y desarrollo de la capacidad intelectual. De este modo, asume y
subvierte los ideales estéticos de la feminidad al tiempo que se esfuerza por
desarrollar las potencialidades que una larga historia de subordinación ha
pretendido suprimir en las mujeres.
La imagen del cuerpo, en suma, se ha convertido en metáfora de valores
morales, intelectuales y estéticos; se encuentra, como el yo, sometido a la
tiranía del ideal -tanto cultural cuanto instancia intrapsíquica- con el que
tiene una relación persecutoria en la medida en que ese ideal amenaza con
ocupar el lugar del yo (destruirlo); la imagen del cuerpo perfecto atenta
contra la integridad corporal; el narcisismo adquiere una tonalidad mortífera.
Desde el punto de vista pulsional, el fracaso en la resolución de la
crisis adolescente conduce a una regresión que supone el desplazamiento de la
genitalidad a la oralidad y la reactualización del autoerotismo. En este punto
se bifurcan los dos tipos de trastorno: la bulímica se abandona a la repetición
de un goce al que se niega a renunciar, dando existencia al cuerpo libidinal en
una experiencia de placer y de dolor simultáneos o sucesivos, en la que pierde
al objeto -y correlativamente, a sí misma- por el fracaso de la articulación
simbólica. La anoréxica, en cambio, lo controla -y lo reencuentra- en el
ascetismo, que le proporciona el "placer del no placer" 37. Este
ascetismo expresa un deseo singular, al tiempo que alivia un dolor psíquico
insoportable en tanto lo reemplaza por el sacrificio del cuerpo, dolor
voluntario, elegido y controlado que será, a su vez, erotizado. El ascetismo
puede ser entonces la única forma de aliviar el dolor psíquico; su práctica
actúa, a través del cuerpo que muere de hambre, la muerte de hambre psíquica. Pero también es una forma de resistencia: en
oposición a la exagerada atención que se presta a su cuerpo, en detrimento de
su existencia como sujeto de deseo, la anoréxica intenta, paradójicamente,
compensar la inmensa significación social del cuerpo 38. Tal como sucede con el
asceta, el rechazo de los objetos socialmente designados como deseables funda
una actividad de auto-construcción alternativa que le permite escapar
imaginariamente a la pasividad y al sometimiento. En este sentido, el estudio
de Caroline Walker Bynum sobre las actitudes y prácticas alimentarias de las
religiosas medievales muestra que con frecuencia lograban, mediante la abstinencia
alimentaria, autoridad social y religiosa 39. En estas condiciones, el castigo
de sí mismo y de los otros ocupa asimismo u n lugar secundario con respecto a
la producción de un goce; es lo que ponen en evidencia los documentos
históricos que mencionan los placeres sensoriales asociados al ascetismo. Tomás
de Aquino, por ejemplo, advertía acerca de los peligros del ayuno en razón de
la "renovación de los sentidos" que se produce como resultado de la
deprivación sensorial: deshabitúa el sentido del gusto y clarifica el paladar.
A través de las prácticas ascéticas los sentidos quedan despojados de sus
condicionamientos, el cuerpo se modifica y hace notar que siente de una manera
diferente 40.
Lo que está en juego, fundamentalmente, es el deseo de hacer reconocer
su propio deseo; en este sentido, es una protesta contra la reducción de toda
demanda al plano de la necesidad 41. Siguiendo la sugerencia de Lacan, podemos
entender que la anoréxica sacrifica la necesidad, la autoconservación, para
afirmarse como sujeto de deseo más allá de su corporalidad. Esto es
precisamente lo que no puede enunciar verbalmente, por lo que emerge bajo la
forma de síntoma, es decir, a través de una formación de compromiso. Logra así
hacer presente su deseo -su condición de sujeto y no de mero objeto del deseo
del otro- pero sólo de una manera regresiva que sustituye el deseo por el goce
autoerótico y la autocontemplación narcisista.
En términos generales, la significación del síntoma remite tanto a la
relación temprana de la niña con la madre -en la medida en que despliega la
problemática de la oralidad- como al pasaje fallido por la situación edípica:
la actualización del erotismo oral, que retorna de lo reprimido en el síntoma,
es el producto del desplazamiento de una genitalidad que no se puede asumir.
Esto nos lleva a mencionar, al menos, la dimensión familiar de la
cuestión, en tanto el fracaso en la resolución de la crisis adolescente es el
resultado de una historia de relaciones intersubjetivas que requiere que
consideremos el síntoma en su referencia al otro, por cuanto el sujeto forma
parte de la economía libidinal y es objeto de los fantasmas de quienes fueron
sus objetos primarios. En el contexto de la relación con la madre, la negativa
a comer puede representar un intento de establecer una separación, una
distancia, de impedir que el otro la "llene"; es la única forma de
hacerlo con una madre que, según informan las historias clínicas, ha centrado su
atención a la hija en la alimentación, obstruyendo la enunciación de cualquier
deseo posible mediante la satisfacción de la necesidad orgánica o la exigencia
de amoldarse al ideal materno. A medida que la hija crece, la madre puede
desplazar el interés por sus necesidades a otros aspectos de su existencia,
siempre que se trate de algo concreto -como el rendimiento en los estudios, por
ejemplo- pero no puede tomar en consideración la condición de sujeto de la
niña: sus deseos, fantasías, aspiraciones. En consecuencia, espera rendimientos
elevados de su hija pero toma la mayor parte de las decisiones que le
conciernen: aquélla ha de ser aceptada y valorada socialmente como producto de
su madre, como espejo que debe reflejar su ideal narcisista. Por eso, si en los
casos más leves, asociados a estructuras histéricas o cuadros depresivos, la
anorexia puede entenderse como acting-out (actuación), en el sentido de la escenificación de un conflicto que no
se puede articular de otro modo, que se muestra al otro, en los más graves,
cuando el proceso de alienación se aproxima a la psicosis, hemos de pensar en
un verdadero pasaje al acto, puesto que se trata
de una ruptura en la que el sujeto está destituido de su posición y reducido a
la condición de objeto.
Si la anoréxica se siente invadida por el otro e intenta dejarlo fuera
para afirmarse como sujeto, la bulímica se siente vacía y procura incorporar al
objeto, que cree haber tenido y perdido, a través de la ingesta de comida -en
muchos casos, además, de alcohol y/o drogas 42. Ya Otto Fenichel había
observado la naturaleza adictiva de la bulimia, a la que definía como una
"toxicomanía sin droga" 43.
Generalmente encontramos en las historias dos situaciones opuestas que
pueden hallarse en la raíz del conflicto: la madre no ha libidinizadosuficientemente a la hija, no la ha visto nunca como "la niña
ideal", o bien no ha podido ver en ella otra cosa que la encarnación del
ideal, extendiendo su narcisismo a la hija, lo que no le permite reconocerla
como otro. La hija, correlativamente, asume los
fantasmas de la madre con la consiguiente imposibilidad de formular un deseo
propio. Winnicott ha establecido la relación existente entre los síntomas que
implican dejar morir al propio cuerpo y una experiencia temprana de
"muerte psíquica", es decir, de inexistencia -en algún sentido- para
el otro. Esto es lo que sucede cuando la hija no logra constituirse como sujeto
diferenciado porque no puede salir -o sólo sale traumáticamente- de la
identificación primaria con la madre: la niña se convierte en portavoz de los
deseos de la madre y ésta atribuye sus propios deseos a la hija y trata de
satisfacerlos bajo la apariencia de ocuparse de aquélla. En esta situación la
consunción del cuerpo se convierte en un medio para la "supervivencia"
subjetiva, que pone en acto, al mismo tiempo, la separación -generadora de
culpa por alejarse de la madre y temor a que ésta no "sobreviva" a la
separación, de modo que la propia existencia sólo pueda garantizarse a expensas
de la de la madre- y la unión con ella -el síndrome refuerza la dependencia,
por el peligro real que entraña. De este modo, la lucha entre pulsiones de vida
y de muerte adquiere una expresión dramática en la relación madre-hija.
En muchos casos las historias clínicas dan cuenta de una relación
intensa y ambivalente con la madre, que se rompe a causa de alguna forma de
abandono, (por ejemplo, en ocasión del nacimiento de un hermano o la falta de
atención en algún momento crucial de la vida de la niña). La ambivalencia de la
relación se desarrolla, con frecuencia, sobre el fondo depresivo de la madre y
de su imagen negativa de la feminidad; el narcisismo de la hija, en
consecuencia, estará marcado por la ambigüedad y la insatisfacción crónica.
Como consecuencia de las dificultades mencionadas, pasa al primer plano
una vinculación privilegiada con el padre, que es en realidad un
contra-investimento defensivo de la anterior y carece de la calidad
estructurante de la relación paterna. El padre parece, generalmente, poco
comprometido con la vida familiar -lo que confirma la imposibilidad de
encontrar otro objeto fuera de la relación primaria fallida -, pero puede
presentar una actitud contra-edípica y convertir a la hija en su favorita, lo
que confiere a la relación una fuerte tonalidad incestuosa, frecuentemente
reforzada por intentos de seducción por parte de otros miembros del entorno
familiar. Al llegar a la pubertad esta relación se hace insostenible. En la
medida en que los fantasmas incestuosos, que amenazan realizarse, y la fragilidad
narcisista se refuerzan mutuamente, la confrontación edípica se convierte en un
factor desorganizador que, al desencadenar la regresión, permite apreciar el
carácter masivo de la relación originaria. Si el padre no garantiza claramente
el respeto al tabú del incesto la niña se ve obligada a hacerse cargo de
establecer una distancia defensiva, eliminando de su cuerpo los signos de la
feminidad: lo que rechazan, fundamentalmente, son sus pechos, caderas, vientre
y muslos o, como suelen decir, "el cuerpo de cintura para abajo". En
este sentido, en tanto afirma y borra el cuerpo al mismo tiempo, la anorexia
encarna la contradicción entre la presencia y la ausencia del cuerpo femenino,
lo que revela el fallo en la función de espejo de la madre y al mismo tiempo la
adhesión a ella en busca de la imagen ideal. Como el niño que aleja y acerca el
carretel 44, la anoréxica hace desaparecer su propio cuerpo, cuya sexualidad
femenina -identificada con el cuerpo materno- no puede asumir ni simbolizar, y
lo hace reaparecer como metáfora de una palabra que no puede enunciar. Lo
observa obsesivamente, lo pesa, lo controla, porque no logra descifrar su
significación. Como hemos visto, la imagen de sí y las respuestas del objeto
externo ocupan una posición central en la regulación narcisista de las
adolescentes; en los trastornos de la alimentación, la importancia de la mirada
del otro se asocia a la labilidad de la estructura subjetiva y a la primacía de
lo que sucede en la superficie corporal. Jeammet ha subrayado el papel del
contrainvestimientos de las sensaciones corporales que hacen presente al
objeto, en detrimento de los sentimientos y de las representaciones psíquicas
que presuponen la ausencia del objeto y por lo tanto el riesgo de perderlo 45.
En la medida en que no se ha "interiorizado" el objeto, tampoco se
puede elaborar el duelo por su pérdida; es esta ausencia de elaboración
psíquica y de simbolización lo que determina el pasaje al acto: el deseo se
transforma en necesidad, el afecto en sensación, la angustia en hambre. La
crisis bulímica, desde esta perspectiva, puede entenderse como un montaje
perverso de una vulnerabilidad ligada al mantenimiento de una dependencia
excesiva de los objetos externos, asociada al fracaso parcial de la
interiorización. La comida se asemeja a un fetiche: la crisis bulímica crea una
fuente de excitación interna y la aplaca, en una alternancia que representa la
carencia -desamparo o depresión- y su ocultación 46.
Es necesario señalar, una vez más, el carácter iatrogénico de los tratamientos
que se centran en la mera eliminación del síntoma y tienen como objetivo
fundamental lograr que la paciente "gane peso". Estos tratamientos
que reproducen el modelo de relación familiar que condujo precisamente a la
producción del síntoma y, lo que es más grave aún, intervienen en lo real del
cuerpo mediante actos que insisten en ignorar al sujeto y lo reducen -una vez
más- a la posición de objeto. Muchas veces estos actos están destinados a
aliviar la angustia que despierta la figura de la anoréxica en tanto pone en
escena la presencia de la muerte. Pero lo que intenta, excepto en un número muy
reducido de casos, no es morir sino estar a punto de
morir, sobrevivir negando toda necesidad vital, llevando una vida en los
límites de lo posible 47 Cuando la anoréxica se niega a comer, escribe Ginette
Raimbault, está intentando decir qué es lo que quiere: palabras, esas palabras
que hacen lo humano, que lo insertan en una historia, que lo vinculan con el
Otro en una dependencia diferente de la comida, que lo inscriben como un ser de
deseo y no sólo de necesidad" 48.
La hospitalización puede ser necesaria cuando es imposible el
tratamiento ambulatorio, en los cuadros depresivos graves, en los intentos de
suicidio, en toxicomanías o abusos de medicamentos que requieren una
desintoxicación, y cuando existen problemas somáticos o metabólicos. Pero la
mayoría de los autores consideran que el tratamiento ambulatorio,
fundamentalmente psicoterapéutico, es el más adecuado, en tanto sugieren que el
programa dietético no ha de ser impuesto sino establecido de acuerdo con cada
paciente 49.
Ser "anoréxica" o "bulímica" constituye una
respuesta a la pregunta por la propia identidad -problema existencial,
especialmente angustiante en la adolescencia-, lo que explica la tenacidad con
que las pacientes parecen aferrarse a estas etiquetas diagnósticas. Pero se
trata de una pseudo-respuesta que aliena al sujeto; de ahí la necesidad de ir
más allá del síntoma tanto en el proceso diagnóstico como en el terapéutico:
las etiquetas sólo sirven para confirmar la falsa identidad. En este sentido,
es probable que los servicios destinados exclusivamente al tratamiento de estos trastornos tengan efectos iatrogénicos,
reforzando aquello que pretenden curar al incluir a las pacientes en una
categoría diagnóstica que, a pesar de estar fundada en una comunidad
inexistente entre ellas (excepto en lo que respecta al síntoma), tiene efectos
performativos; fundamentalmente, la producción de una identidad colectiva
imaginaria que anula la posibilidad de reconocimiento de la diversidad y la
singularidad de la problemática subjetiva.
Este artículo ha sido publicado en I. Martínez Benlloch et al.: Género, desarrollo psicosocial y trastornos de la imagen corporal, Madrid, Instituto de la Mujer, 2001.
Notas
1 Marí, Silvia, "Trastorno de la conducta alimentaria en la
adolescencia. Anorexia y bulimia", trabajo presentado en la Escuela de
Clínica Psicoanalítica de niños y adolescentes de Madrid, 25-4-1998.
2 Marí, S., id.
3 Jeammet, Philippe, "Dysrégulations narcissiques et objectales
dans la boulimie", en Brusset B., Couvreur C., Fine A., La boulimie, Monographies de la Revue Française de Psychanalyse, París, PUF, 1991,
p.84.
4 Agradezco a Gonzalo Morandé por haberme autorizado a entrevistar
pacientes - tanto ingresadas como externas- en el Servicio de Trastornos de la
Alimentación del Hospital del Niño Jesús y a Eduardo Paolini por haberme
facilitado el acceso a su fichero de historias clínicas. Asimismo, quiero
expresar mi agradecimiento a todas las pacientes cuyo discurso -oral o escrito-
fue el punto de partida de mis reflexiones sobre esta cuestión.
5 Freud, Sigmund, "El malestar en la cultura", Obras
Completas, T.III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968.
6 Gallagher, Catherine y Laqueur, Thomas, The Making of the
Modern Body, Los Angeles, Univ. of California Press, 1987, p.vii.
7 Bordo, Susan, Unbearable Weight. Feminism, Western
Culture and the Body, Berkeley-Los Angeles-Londres, University of California Press, 1993.
8 Fraad, Harriet, "Anorexia as Crises Embodied: A Marxist Feminist
Analysis of the household", en Fraad H., Resnick S.,Wolff R., Bringing it All Back Home. Class, Gender and Power in the Modern
Household, Londres y Boulder (Colorado), Pluto Press, 1994, p.112-131.
9 Tubert, Silvia,"Desórdenes del cuerpo", Revista de Occidente Nº134-135 (1992).
10 Douglas, Mary, Pureza y peligro. Un análisis de los
conceptos de contaminación y tabú, Madrid, Siglo XXI, 1991.
11 Gay, Peter, La experiencia burguesa. De Victoria a
Freud. Vol.I: La educación de los sentidos, Mexico, F.C.E.,
1988.
12 Ehrenreich, Barbara y English, Deirdre, Brujas, comadronas y
enfermeras, Barcelona, La Sal, 1984.
13 de Riencourt, Amaury, Sex and Power in History, Nueva York, David
McKay, 1974, p.319.
14 Bordo, op.cit. p.162.
15 Michie Helena, The Flesh Made Word. Female Figures and
Women’s Bodies, Nueva York y Oxford, Oxford University Press, 1987, p.26.
16 Tubert, S. op.cit.
17 Berger J., Modos de ver, Madrid,
18 Bordo, S. Op.cit.
19 Tubert, S. Op.cit.
20 Fraad H., op.cit.p.115.
21 Id. p.123.
22 Assoun, Paul-Laurent, Corps et Symptôme. T.I, Clinique du Corps, París, Anthropos, 1997, p.27.
23 Brusset Bernard, "Introduction Générale", La Boulimie, RFP, op.cit. p.11.
24 Lacan, Jacques, Le séminaire. L’angoisse, xerografía.
25 Tubert, S., La muerte y lo imaginario en la
adolescencia, Madrid, Saltés, 1982.
26 Freud, S., "Tres ensayos sobre teoría sexual", op.cit. T.I.
27 Freud, S., "Introducción al narcisismo", op.cit. T.I.
28 Freud, S., "Introducción al narcisismo", op.cit.T.II.
29 Lemoine-Luccioni, Eugénie, Partage des femmes, París, Seuil, 1976.
30 Freud, S., "Introducción al narcisismo", op.cit.
31 Tubert, S., "Identidad y adolescencia. Reflexiones sobre un
mito", Clínica y Salud, VIII, 2 (1997).
32 Rank, Otto, El doble, Buenos Aires,
Orión, 1976.
33 Brusset, Bernard, "Psychopathologie et métapsychologie de
l’addiction boulimique", La boulimie, RFP, op.cit. p.116.
34 Freud, S. "Manuscrito G. Melancolía", O.C. T.III, p. 679.
35 Bordo, op.cit. p.159.
36 Holland J., Ramazanogen C., Sharpe S. y Thomson R., "Power and
Desire: The Embodiment of Female Sexuality", Feminist Review , Nº46 (1994), 21-38.
37 Miles M., "The Good Body", en Winkler M.G. y Cole L.B., Asceticism in Contemporary Culture , New Haven &
Londres, Yale University Press, 1994, p.50.
38 Id. p.61.
39 Walker Bynum C., Holy Feast & Holy Fast: The Religious Significance of Food to Medieval Women , Berkeley, University of California Press, 1987.
40 Miles M. Op.cit. p.54.
41 Lacan, J., "La dirección de la cura y los principios de su
poder", Escritos II, México, Siglo XXI,
1984.
42 Hekier, Marcelo y Miller, Celina, Anorexia-bulimia:
deseo de nada, Buenos Aires, Paidós, 1994;
Baravalle, Graziella, Jorge, C.H. y Vaccarezza, L.E., Anorexia. Teoría y clínica psicoanalítica, Barcelona, Paidós,
1993.
43 Fenichel, O.(1945) Teoría psicoanalítica de las neurosis , México, Paidós, 1994, p.429-431.
44 Freud, S., "Más allá del principio del placer", op.cit.
T.I.
45 Jeammet, P., op.cit., p.96.
46 Id., p.97.
47 Raimbault, Ginette, Clinique du réel, París, Seuil, 1982,
p.123.
48 Raimbault, Ginette y Eliacheff, Caroline, Las indomables. Figuras de la anorexia, Buenos Aires, Nueva Visión, 1991.
49 Vindreau, Christine: "La boulimie dans la clinique
psichiatrique", La boulimie, RFP, op.cit. p.78
FUENTE http://www.psiconet.com/foros/genero/tubert2.htm
http://www.adoos.com.uy/post/17041332/psicologo
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