El placer de ignorar


¡Qué felicidad la del ignorante!, la de aquel que por desconocimiento evita todo tipo de sufrimiento. Ojos que no ven, corazón que no siente. Así, de esta forma, justifican muchos la inutilidad del aprendizaje y lo absurdo de invertir en educación. El libre fluir de las cosas, siguiendo el principio de intervención mínima, aparece como la mejor forma de posicionarnos entre la complejidad que nos rodea. Dejan así, algunos, en manos de un desconsiderado destino, el bienestar de sus hijos y el suyo propio.

Sin embargo, ahogarse en un vaso de agua, es lo que fácilmente puede ocurrir, a quien lejos de interesarse por aprender, decide vivir el destino, tal y como nos viene dado, irremediablemente, por causas superiores a nuestro entendimiento.

No me refiero, ni mucho menos, a las creencias religiosas, privadas o íntimas que cada cual tenga sobre el destino, sino a los hechos y a los datos que la ciencia, en el devenir de años y siglos, ha venido aportando sobre la salud y el equilibrio emocional del ser humano. Por ejemplo, dejar que los menores aprendan sólo por la experiencia propia, les limitará a conocer una ínfima parte de lo que sus capacidades le permiten aprender. El ser humano tiene la ventaja sobre el resto de las especies animales, de poder contar los acontecimientos vividos y las consecuencias de los mismos. Cuanto mayor es el dominio de lenguaje, mayor resulta el detalle con el que un acontecimiento puede ser compartido y mayor la comprensión con que se puede asimilar el mismo. Así, se multiplica exponencialmente la posibilidad de aprender y la cantidad de herramientas o experiencias que serán referentes a la hora de afrontar un problema.

Al igual que con un buen desarrollo de nuestros músculos, seremos capaces de afrontar metas de mayor dificultad como recorrer andando largas distancias, transportar grandes cargas o soportar duras jornadas de trabajo, el aprendizaje nos permitirá enriquecer y desarrollar nuestro cerebro, convirtiéndonos en personas más aptas para resolver los problemas que la vida cotidiana plantea y en definitiva, no nos ahoguemos en ese vaso de agua que en ocasiones parece insuperable.

Saber definir un problema, tener el vocabulario y las palabras adecuadas para describirlo al detalle, es el mejor comienzo para llegar a resolverlo. Esto, además de permitirnos entenderlo, nos permitirá comunicarlo y recibir el mayor número de opciones posibles antes de decidirnos por una de ellas. Una vez reunidas todas estas alternativas, el aspecto emocional se pone en acción. Dada la inminencia de la toma de decisiones, barajamos las consecuencias de cada una de las opciones, la participación de las emociones que éstas nos provocan, se hace inevitable y por tanto inexcusable el conocimiento que de cada emoción habríamos de tener.

Puesta en práctica la opción elegida para resolver los problemas, es menester entender que somos nosotros quienes los resolvemos gracias a nuestras habilidades y no a circunstancias que nos son ajenas. Podremos, en consecuencia, felicitarnos y mantener la intención de seguir mejorando, consiguiendo así, sino garantizar, seguro que aumentar la probabilidad de mantener un sano equilibrio emocional. De hecho, son muchas las investigaciones que han demostrado que las personas que se atribuyen responsabilidad sobre sus éxitos y triunfos tienen una baja probabilidad de padecer alteraciones emocionales o psicológicas.

http://www.adoos.com.uy/post/17041332/psicologo

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