Cuando la pastilla reemplaza a la palabra
Por Beatriz Janin
Cuando no se reconoce a la infancia con sus tiempos, cuando en la urgencia por resolver rápidamente todos los conflictos se diagnostica “de por vida”, reemplazando la palabra por la pastilla, se está ejerciendo violencia. Un niño no es un síndrome, sino un sujeto en estructuración. Esto también implica que todo niño debería ser escuchado cuando se consulta por él y que no sabemos de antemano lo que le ocurre. Y que los padres son también consultantes y que suelen estar desesperados por aquello que le ocurre al niño y que ellos también necesitan ser escuchados. Y que ni padres ni maestros son robots que pueden cumplir consignas, sino personas que hacen su tarea lo mejor que pueden y que también tienen historia y angustias. Podremos, entonces, ayudarlos a destrabar situaciones, a encontrar otras vías para enfrentar los conflictos, pero no podremos darles indicaciones normativas abstractas y generales.
El chico rotulado y el niño ideal
La autora cuestiona los diagnósticos psicológicos o psiquiátricos por los que muchos chicos podrían ser “rotulados” con “sellos invalidantes”, e indaga, en las determinaciones de la sociedad y en las angustias de los profesionales, las causas de esta “violencia sobre los niños”.
Solemos pensar la infancia desde la idea que hemos construido, a lo largo de la propia vida, sobre lo que es un niño: representación forjada en base a la conjunción de lo que nos han transmitido, de las propias vivencias y de lo que la sociedad propone como modelo de niño. Pero esta representación de lo que se supone que debe ser un niño, de los niños ideales, choca contra los niños reales, de verdad, con los que nos encontramos cotidianamente. Y esto trae dificultades.
Un niño, en principio, es un sujeto en constitución que es parte de un mundo familiar, escolar, social. Y hay diferentes culturas, y diferentes espacios para el niño en cada cultura. Hoy existe una exigencia desmedida en relación a qué debería hacer todo sujeto en los primeros años de su vida. Así, se supone que debe poder incluirse en una institución a los dos años, debe aprender a leer y a escribir antes del ingreso a primer grado, debe soportar ocho horas de escolaridad a los seis años (a veces antes) y debe estar gran parte de esas horas quieto, atento y respetando normas.
Y no hay tiempo de juego. Suele haber espacios reglados para el juego, en momentos y espacios delimitados, pero no para jugar, libremente, solo o con quien se quiera jugar, sin adultos que reglen esa actividad.
Frente a esto son muchas las situaciones en las que los niños rompen lo esperable, rompen con ese ideal de niño.
Por otro lado, me parece que, en la época actual –que no es seguramente peor que otras pero tiene características específicas–, solemos lanzar a los niños a una excitación excesiva, sin sostén y sin posibilidades de metabolizar a través del juego lo que les pasa.
Esto determina ciertos funcionamientos que aparecen como patológicos y que no pueden pensarse sin tener en cuenta las condiciones familiares y sociales que los producen. Así, ¿cómo entender que un niño repita las palabras de la televisión mucho antes que las de sus padres? ¿O que sean tantos los niños sobreexcitados, que hablan de sexo en términos pornográficos, aludiendo a imágenes vistas en Internet? ¿Cómo pensarlo sin tener en cuenta el exceso de “pantallas” en reemplazo a vínculos con otros?
Esto, en un mundo en el que los adultos también nos sentimos muy presionados, exigidos en exceso. Así, padres y docentes suelen suponerse fracasados si los hijos o los alumnos no cumplen con aquello que la sociedad demanda.
Hay una especie de enjuiciamiento mutuo, en el que tanto padres como maestros se suponen juzgados por el rendimiento del niño en la escuela. Se podría decir que el narcisismo de los padres y de los maestros se sostiene en el éxito de los hijos o alumnos, a la vez que éstos constituyen su imagen de sí en el vínculo con esos adultos. Así, el fracaso escolar de un niño sea vivido como un terremoto que no deja nada en pie, en tanto es un golpe también para padres y maestros.
Lo que prima es la idea de exclusión social y de un futuro incierto. Frente a esto, suele aparecer la necesidad de resolver todo rápidamente, sin dar lugar a la duda. Ese niño debe acomodarse, ya, a lo que se espera de él, de modo que todos recuperemos la tranquilidad perdida.
“Trastorno generalizado”
Un niño está triste. Llora permanentemente, en la casa y en la escuela. Los padres se desesperan. Un profesional dice: “Es una depresión, hay que medicar”. Los padres dudan y hacen otra consulta. El niño quiere hablar. Cuando se lo escucha, manifiesta el temor a crecer y a separarse de los padres. Y, cuando revisamos su historia y hablamos de sus sueños, empieza a pensar salidas posibles, y deja de llorar todo el día. ¿Qué hubiese pasado si se lo medicaba rápidamente? ¿Cuántas cuestiones hubiesen quedado obturadas, sin resolver? ¿Qué dependencia hubiésemos creado y a qué lugar de niño problema (diferente del de un niño que presenta problemas en ese momento) lo hubiésemos encadenado?
En la niñez, un sujeto se va constituyendo como tal. Es una época de apertura de caminos y también de armado de repeticiones. Las identificaciones, los deseos, las normas y prohibiciones internas y los modelos se constituyen en esta etapa. Pero esa estructuración se da en relación a otros, que son los que libidinizan, otorgan modelos identificatorios, transmiten normas e ideales. Y son los que le devuelven al niño, como un espejo, una imagen de sí. Esta imagen constituye un soporte fundamental frente a los avatares de la vida. La posibilidad de quererse a uno mismo, de valorarse, tiene como fuente esa representación de nosotros mismos que nos fue otorgada durante los primeros años.
Esto hace muy necesario plantearse la responsabilidad que tenemos todos los que trabajamos con niños. Responsabilidad que se acrecienta cuando somos los que diagnosticamos, porque ¿cómo constituir el narcisismo si se ha puesto un sello invalidante?, ¿cómo sentirse valioso si se es rotulado y clasificado como portador de un “síndrome”? ¿Cómo investir libidinalmente el mundo y a sí mismo desde ese lugar de “menos”? ¿Cómo podrán los padres mirar a ese niño si lo que les devuelven es que es un “déficit de...” o un “trastorno generalizado...” o algún otro “trastorno”? En lugar de la esperanza, en lugar de ser alguien que va desplegando potencialidades, se es deficitario de entrada.
Y esto no impide reconocer que hay niños que presentan, tempranamente, problemas, algunas veces severos. Pero es muy diferente plantear que un niño tiene tales posibilidades y que, además, tiene tales conflictos, que pueden ir superándose, a sostener que fue y será siempre así.
Por ejemplo: Un niño de diez años es traído a tratamiento con el diagnóstico de ADHD (sigla en inglés para “trastorno por déficit de atención con hiperactividad”). Los padres lo describen como “insoportable”, tanto en la escuela como en la casa. En el transcurso de la entrevista, me cuentan que fue adoptado a los cinco años, que hasta los dos vivió con su mamá y que a partir de allí estuvo en una institución. Pero, dicen, no se muestra agradecido sino desafiante, enojado con el mundo. Si un niño que fue separado de sus padres biológicos por maltrato, que pasó varios años institucionalizado, está peleado con el mundo, ¿será por un problema neurológico? ¿O habrá que ayudarlo a elaborar todo lo vivido impensable, esas marcas, vacíos, silencios, las huellas del dolor que dejó en él su historia? Y deberá entenderse que “ser agradecido” no es un don con el que se nace, sino resultado de un recorrido.
Es fundamental que se consulte tempranamente cuando un niño presenta dificultades, porque el trabajo en los primeros años de la vida puede impedir años de sufrimiento. Pero, también, el profesional que es consultado por un niño pequeño deberá tener en cuenta que los niños cambian, crecen, que un niño es un sujeto marcado por el contexto. Así, pueden abrirse caminos novedosos si se propician modificaciones tanto en el niño como en el entorno. He visto niños que no hablaban a los cuatro años y que no podían aprender a leer y a escribir a los seis y que a los catorce años –luego de años de tratamiento psicológico– tienen una vida social e intelectual semejante a la de cualquier niño (con algún año de retraso escolar en relación con la media o con dificultades puntuales, que también podrán ir variando).
René Kaës dice: “El grupo que nos precede, en particular algunos de sus miembros que son para el infans sus representantes, este grupo nos sostiene y nos mantiene en una matriz de investiduras y de cuidados, predispone signos de reconocimiento y de convocación, asigna lugares, presenta objetos, ofrece medios de protección y de ataque, traza vías de cumplimiento, señala límites, enuncia prohibiciones”. (Transmisión de la vida psíquica entre generaciones, ed. Amorrortu, 1996.) Nadie se constituye como sujeto de un modo aislado, sino en el intercambio con otros que lo libidinizan, le transmiten normas e ideales, le dan modelos de identificación. Y si esos otros suponen que aquel que tendría que cumplir sus sueños es portador de un déficit, este golpe narcisista marcará el vínculo, el modo en que ese niño será mirado, las palabras y silencios que le serán dirigidos. Se pensará ya tempranamente en él como un discapacitado, mucho antes de darle tiempo a desplegar posibilidades.
Esto es particularmente difícil en una sociedad que tiende a mostrar el futuro como temible. En tanto los adultos estamos angustiados y temerosos en relación con el futuro (lo cual se acrecienta con la actual crisis mundial), les transmitimos a los niños las propias sensaciones de desvalimiento e incertidumbre.
Así, se les sugiere a los niños que, cuando sean grandes van a sufrir; se los amenaza con el crecimiento. En lugar del antiguo “Cuando seas grande vas a poder...”, se ha pasado a un amenazante “Cuando seas grande, ya vas a ver”. Y es bastante habitual que los niños digan: “No quiero crecer”; “Quiero seguir siendo bebé...”.
“¿No seré un...?”
Suele ocurrir que, cuando leemos la descripción de cualquier patología, en algún rasgo nos identificamos y, rápidamente, podemos suponer que “tenemos” tal o cual “cuadro”. La dificultad radica en que pasamos de la descripción sintomática, de lo que aparece, lo observable, a una definición totalizadora; una proposición descriptiva pasa a ser explicativa. Así, cualquiera que se busque en el DSM IV (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales) se encontrará, en tanto termina enumerando casi todas las dificultades humanas. Es decir, termina siendo un catálogo de conductas.
Esto, que puede llevar a errores importantes cuando se hace con adultos, es mucho más grave cuando está en juego un niño (y en este caso son otros los que lo rotulan). Porque el rótulo se torna vaticinio y el futuro pasa a ser temible.
En un libro (patrocinado por un laboratorio farmacéutico) escrito por madres de niños diagnosticados con “trastorno por déficit de atención con hiperactividad”, una madre relata que el neurólogo, al darle el diagnóstico, le dijo que, si no se trataba bien, el niño podía “inclinarse al lado oscuro”; la madre le preguntó si eso implicaba que podría terminar en prisión, y la respuesta fue que sí. El testimonio de esta madre continúa: “Este temor, aún hoy, después de cinco años, me acompaña en más ocasiones de las que quisiera, por mí y sobre todo por mi hijo, pues soy consciente de que me bloquea y me genera una tensión continua, por intentar mirar con lupa cada paso que damos”. ¿Qué efecto puede producir en un niño que la madre esté permanentemente mirándolo, suponiendo que todo lo que ella y el padre del niño hacen debe ser calculado, porque el riesgo es que el niño termine en prisión? ¿Cómo marca esto los vínculos en esa familia?
¿Por qué se insistirá en catalogar a los niños, en ubicarlos como deficitarios, ubicándose los profesionales desde un ya-sabido, desde certezas que los llevan a clasificar al otro casi sin conocerlo, perdiendo la singularidad? Quizá porque pensar desde la complejidad y ubicar al otro como humano es difícil, en tanto angustiante, en tanto me puedo reconocer en el otro como semejante y en sus miedos y en sus dolores como cercanos. Y entonces se pueden borrar los límites entre un mundo de “sanos” y otro de “enfermos”. Todo se torna variable, las fronteras no son tan claras y quedamos, también los profesionales, expuestos.
Los niños nos exponen particularmente, porque nos recuerdan nuestros miedos infantiles, los dolores a los que no pudimos ponerles palabras, nuestros terrores, las pesadillas que ocupaban las noches y también las dificultades para movernos en el mundo tal como los adultos exigían.
http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-130268-2009-08-20.html
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