Hacen falta cinco cumplidos para resarcir un insulto
Anuncio de
la Juvenile Protective Association en una campaña para generar conciencia sobre
las profundas heridas psicológicas que deja el abuso verbal. (Fuente:
Delyrarte.)
Científicamente se ha demostrado que son necesarios cinco
cumplidos seguidos para borrar las huellas perversas de un insulto. Los que
tienen la manía de contradecir siempre al que está delante no gozan de tiempo
material para paliar el efecto perverso de su ánimo
contradictor.
¿Cómo podemos aplicar en la vida cotidiana los resultados
de este hallazgo experimental? ¿Cómo podemos coadyuvar a que la ciencia penetre
en la cultura popular? Es evidente que los experimentos efectuados sobre los
méritos relativos del cumplido y de la anatema del contrario pueden ayudar a
mejorar la vida en común de la pareja. O, simplemente, a sacar las conclusiones
pertinentes que pongan fin a la ansiedad generada en el contexto de esa
convivencia.
La primera conclusión que se desprende de los
experimentos sobre los efectos de la contrariedad provocada por el discurso
agresivo se aplica a la pareja y a todas las demás situaciones que puedan
contemplarse como la vida en sociedad o la política. Antes de decirle a alguien:
“Te equivocas de cabo a rabo, como siempre”, habría que pensárselo dos
veces.
El efecto de la palabra desabrida es más perverso que la
propia sucesión de hechos. El impacto del lenguaje es sorprendentemente
duradero. Es muy fácil constatar con los niños de tres o cuatro años los efectos
indelebles de aprehender una palabra por escrito, de captar su significado
plasmado mediante letras. Una actitud perversa la pueden imaginar con un dibujo
sencillo –de un chimpancé empujando a otro al río o de una persona soltando una
piel de plátano en la baldosa que está a punto de pisar un anciano–, pero en
cuanto un niño ha aprendido a escribir “perverso” le quedará grabada para
siempre esa palabra. El poder de la palabra escrita en los humanos supera todo
lo imaginable. No me pregunten por qué.
Tal vez la palabra escrita –se empezó a practicar hace
unos tres o cuatro mil años– comportaba una dosis de compromiso que nunca tuvo
la palabra hablada, aunque lo pretendía: “Te doy mi palabra”, se dice. Los
acuerdos contractuales son de fiar cuando se explicitan mediante un texto
escrito y es recurriendo a su constancia cuando se pueden exigir comportamientos
anticipados.
Lo que estamos descubriendo –ahora que científicos como
el psicólogo Richard Wiseman se adentran en ello– es lo que le pasa a la gente
por dentro cuando se comporta de una manera determinada. Más de un lector se
preguntará, por supuesto: “¿Es posible que durante miles de años hayamos
prodigado menos cumplidos que acusaciones, sin saber que estábamos destruyendo
la convivencia de una pareja o de una sociedad?”. Ahora resulta que, después de
años investigando las causas de la ruptura de una pareja, el porcentaje de
las que desaparecen es mucho mayor cuando uno de los miembros es extremadamente
tacaño en los cumplidos, costándole horrores admitir: “¡Qué razón tienes,
amor mío!”.
Que conste que los mismos experimentos están haciendo
aflorar una sospecha centenaria. No sirve de nada mentir y buscar maneras
alambicadas de hacer creer al otro que compartimos su criterio, estando a años
luz de hacerlo. Cuando los consultores de parejas problemáticas o en vilo
aconsejan mayor recato, fórmulas envolventes que disfracen la situación real o
sobreentendimientos subliminales, no consiguen engañar a nadie.
Siendo eso así, resulta inevitable preguntarse por los
efectos sociales de que la mitad de la población esté siempre imputando al resto
razones infundadas, taimadas, perversas, interesadas para explicar su
comportamiento. Será muy difícil no sacar la conclusión de que esas palabras
calan hondo en la mente colectiva y acaban dividiendo en dos partes
irreconciliables a la sociedad.
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